Después de llamar a Alsinoff, Lopresti se quedó parado junto al escritorio, su jefe le había asignado la misión de relevar los sectores que aún permanecían fieles a la autoridad estatal y la inspección no había sido demasiado halagüeña. Contaban con menos de la mitad de los efectivos de la ciudad, y la marina de guerra se había partido y combatía en las proximidades del puerto. Lopresti comenzó a pensar en cuál sería la mejor forma de abandonar Malabrigo; unos golpes violentos en la puerta lo sacaron de su meditación, un teniente de la guardia entró y dijo-Perdón, señor, pero los rebeldes han tomado posición a una cuadra, si no intentamos salir ahora, tal vez mas tarde no lo consigamos.
-Está bien, lo sigo.
El teniente preguntó-¿Tiene arma?
Lopresti sacó orgulloso la pistola automática de la sobaquera.
-No creo que sea suficiente, señor.
-¿Tan mal están las cosas? -preguntó Lopresti tratando de que su creciente miedo no se hiciera evidente.
-Bajemos, le daré una ametralladora.
Salieron de la oficina y cuando habían llegado al descanso del primer piso una ruidosa explosión se produjo por encima de ellos.
-Morteros. -explicó el oficial mientras trotaban escaleras abajo, cuando llegaron al vestíbulo del edificio, la imagen paralizó a Lopresti; los vidrios frontales estaban rotos y esparcidos por el suelo, la recepcionista yacía sobre el mostrador con el cráneo ensangrentado y roto descansando sobre el brazo izquierdo. Los sillones y los dos sofás estaban ocupados por policías muertos y heridos; algunos, por sus posturas, parecían estar durmiendo una siesta o descansando las piernas al cabo de una guardia prolongada. Frente a la entrada había cuerpos de hombres y mujeres, el teniente explicó-Son los empleados, entraron en pánico, les pedimos que aguantaran hasta que acabáramos con la ametralladora pero no quisieron oír.
El sonido de los disparos era ensordecedor, había policías disparando con regularidad apostados entre los cadáveres; el teniente sacó a Lopresti de su inmovilidad alcanzándole una ametralladora que había quitado de las manos de un policía muerto-Tome, ¿sabe cómo utilizarla?
-Sí, claro. -respondió Lopresti recordando fugazmente el período de su instrucción militar, aunque, claro, esta no había incluido cadáveres, o la posibilidad de llegar a ser uno de ellos al momento siguiente.
Otra explosión sacudió el edificio.
-Vamos, señor, tenemos que salir de aquí pronto.
Los dos se acercaron a la entrada tratando de no pisar los cuerpos, los policías seguían disparando hacia la bocacalle de la izquierda.
-¿Cómo están las cosas?
-Estos turros tiran con fusiles automáticos, pero desde hace rato intentan desplazar una ametralladora para reventarnos del todo, hasta ahora lo evitamos pero nos estamos quedando sin munición.
-Tenemos que llegar hasta la Casa del Consejo, allí estaremos seguros. -dijo Lopresti.
-Va a ser difícil, pero lo intentaremos, Peretti y Gómez se quedaran aquí cubriéndonos, el resto saldremos a un mismo tiempo hacia la derecha, cuando encontremos reparo los cubriremos desde allí, allá a la derecha hay una camioneta y un par de autos, allí buscaremos cubierta. ¿Entendido?
-Entendido, señor.
-A la cuenta de tres. ¿Está listo, señor?-preguntó el oficial a Lopresti.
-Sí, claro.
-La ametralladora.
-¿Qué?
-No la cargó, señor.
-Ah, sí, claro. -admitió Lopresti y desplazó la corredera hacia atrás.-Listo
-Atentos, uno, dos, tres.
Peretti y Gómez comenzaron a disparar breves y continuas ráfagas, el resto saltó sobre los cadáveres y restos de mampostería y comenzó a correr con desesperación buscando la protección de los vehículos; cada tanto giraban y disparaban hacia los enemigos que estaban detrás de ellos, a excepción de Lopresti que corría a toda velocidad para encontrar refugio detrás de la camioneta, con violentas palpitaciones en las sienes, sospechando que la muerte lo sorprendería antes de poder llegar a su meta. Cuando se arrojó detrás de la camioneta y se atrevió a mirar hacia atrás vio que todos los hombres que habían salido con él habían caído y estaban dispersos por la calle muertos o moribundos, tiñendo el pavimento con su sangre y sus vísceras. Los dos policías que se habían quedado en el edificio, seguían disparando. Pensó que debía disparar para cubrirlos pero se dijo que era inútil, sólo serviría para delatar su posición. Una ráfaga de ametralladora acribilló la camioneta, perforando la chapa y destrozando los vidrios. Ahora o nunca, ahora o nunca, se dijo y corrió desesperado hacia la esquina oyendo como las balas picaban detrás buscándolo. Dobló la esquina y se encontró frente a un grupo de civiles armados, reconoció a una de las mujeres. -Hola, Silvia. -dijo sonriendo.
-Es uno de ellos, responsable de las ejecuciones en la radio, la mano derecha de Alsinoff.
-Pero, Silvita,¿qué decís?
-Matémoslo ya. -alentó otra mujer.
Tres o cuatro se acercaron apuntándolo.
-No. -dijo una voz clara y enérgica, del grupo se desprendió una mujer joven y delgada vestida con un mono gris que cargaba sin dificultad un fusil pesado-Tenemos órdenes precisas de llevar a todos los cuadros capturados ante Metco.
-Pero merece morir. -reclamó Silvia.
-Seguramente. -aceptó la muchacha del fusil-pero debemos cumplir lo que nos ha sido ordenado, la disciplina es fundamental para ganar esta guerra.
Lopresti aún tenía la ametralladora en sus manos como un objeto extraño e inútil, se la quitaron, le ordenaron llevar las manos a la espalda y lo esposaron.
-Está bien, lo sigo.
El teniente preguntó-¿Tiene arma?
Lopresti sacó orgulloso la pistola automática de la sobaquera.
-No creo que sea suficiente, señor.
-¿Tan mal están las cosas? -preguntó Lopresti tratando de que su creciente miedo no se hiciera evidente.
-Bajemos, le daré una ametralladora.
Salieron de la oficina y cuando habían llegado al descanso del primer piso una ruidosa explosión se produjo por encima de ellos.
-Morteros. -explicó el oficial mientras trotaban escaleras abajo, cuando llegaron al vestíbulo del edificio, la imagen paralizó a Lopresti; los vidrios frontales estaban rotos y esparcidos por el suelo, la recepcionista yacía sobre el mostrador con el cráneo ensangrentado y roto descansando sobre el brazo izquierdo. Los sillones y los dos sofás estaban ocupados por policías muertos y heridos; algunos, por sus posturas, parecían estar durmiendo una siesta o descansando las piernas al cabo de una guardia prolongada. Frente a la entrada había cuerpos de hombres y mujeres, el teniente explicó-Son los empleados, entraron en pánico, les pedimos que aguantaran hasta que acabáramos con la ametralladora pero no quisieron oír.
El sonido de los disparos era ensordecedor, había policías disparando con regularidad apostados entre los cadáveres; el teniente sacó a Lopresti de su inmovilidad alcanzándole una ametralladora que había quitado de las manos de un policía muerto-Tome, ¿sabe cómo utilizarla?
-Sí, claro. -respondió Lopresti recordando fugazmente el período de su instrucción militar, aunque, claro, esta no había incluido cadáveres, o la posibilidad de llegar a ser uno de ellos al momento siguiente.
Otra explosión sacudió el edificio.
-Vamos, señor, tenemos que salir de aquí pronto.
Los dos se acercaron a la entrada tratando de no pisar los cuerpos, los policías seguían disparando hacia la bocacalle de la izquierda.
-¿Cómo están las cosas?
-Estos turros tiran con fusiles automáticos, pero desde hace rato intentan desplazar una ametralladora para reventarnos del todo, hasta ahora lo evitamos pero nos estamos quedando sin munición.
-Tenemos que llegar hasta la Casa del Consejo, allí estaremos seguros. -dijo Lopresti.
-Va a ser difícil, pero lo intentaremos, Peretti y Gómez se quedaran aquí cubriéndonos, el resto saldremos a un mismo tiempo hacia la derecha, cuando encontremos reparo los cubriremos desde allí, allá a la derecha hay una camioneta y un par de autos, allí buscaremos cubierta. ¿Entendido?
-Entendido, señor.
-A la cuenta de tres. ¿Está listo, señor?-preguntó el oficial a Lopresti.
-Sí, claro.
-La ametralladora.
-¿Qué?
-No la cargó, señor.
-Ah, sí, claro. -admitió Lopresti y desplazó la corredera hacia atrás.-Listo
-Atentos, uno, dos, tres.
Peretti y Gómez comenzaron a disparar breves y continuas ráfagas, el resto saltó sobre los cadáveres y restos de mampostería y comenzó a correr con desesperación buscando la protección de los vehículos; cada tanto giraban y disparaban hacia los enemigos que estaban detrás de ellos, a excepción de Lopresti que corría a toda velocidad para encontrar refugio detrás de la camioneta, con violentas palpitaciones en las sienes, sospechando que la muerte lo sorprendería antes de poder llegar a su meta. Cuando se arrojó detrás de la camioneta y se atrevió a mirar hacia atrás vio que todos los hombres que habían salido con él habían caído y estaban dispersos por la calle muertos o moribundos, tiñendo el pavimento con su sangre y sus vísceras. Los dos policías que se habían quedado en el edificio, seguían disparando. Pensó que debía disparar para cubrirlos pero se dijo que era inútil, sólo serviría para delatar su posición. Una ráfaga de ametralladora acribilló la camioneta, perforando la chapa y destrozando los vidrios. Ahora o nunca, ahora o nunca, se dijo y corrió desesperado hacia la esquina oyendo como las balas picaban detrás buscándolo. Dobló la esquina y se encontró frente a un grupo de civiles armados, reconoció a una de las mujeres. -Hola, Silvia. -dijo sonriendo.
-Es uno de ellos, responsable de las ejecuciones en la radio, la mano derecha de Alsinoff.
-Pero, Silvita,¿qué decís?
-Matémoslo ya. -alentó otra mujer.
Tres o cuatro se acercaron apuntándolo.
-No. -dijo una voz clara y enérgica, del grupo se desprendió una mujer joven y delgada vestida con un mono gris que cargaba sin dificultad un fusil pesado-Tenemos órdenes precisas de llevar a todos los cuadros capturados ante Metco.
-Pero merece morir. -reclamó Silvia.
-Seguramente. -aceptó la muchacha del fusil-pero debemos cumplir lo que nos ha sido ordenado, la disciplina es fundamental para ganar esta guerra.
Lopresti aún tenía la ametralladora en sus manos como un objeto extraño e inútil, se la quitaron, le ordenaron llevar las manos a la espalda y lo esposaron.
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