domingo, 2 de marzo de 2008

30.

Tomás estaba sentado con la espalda apoyada en un árbol, apartado de las personas sentadas junto al fuego que comían, bebían y charlaban; no notó que Cacho se acercaba hasta que estuvo junto a él .-¿Pensativo?
-Un poco.
Cacho se sentó y dijo-No te vi cuando volviste del centro y quería saber cómo estabas...
-Fue un viaje tranquilo, hasta divertido, Eusebio es un personaje...
-Sí, es un tipo macanudo, ¿y vos, cómo te manejaste?
-Bien, fueron buenas tus instrucciones, por lo menos esta vez no maté a nadie.
-Me alegro, no quiero que eso te pese...
-¿Sólo por eso me diste las instrucciones?, ¿no te importa que la gente muera?
-La verdad que esa gente no, están muertos desde que decidieron participar en la guerra, sólo que aún no se han dado cuenta...
-No estoy de acuerdo pero por ahi es porque no estuve aquí el tiempo suficiente...
-No es sólo una cuestión de tiempo, Tomás, no es una cuestión de tiempo...
-Tal vez no, estoy harto de tanta muerte, no soy un soldado, jamás lo seré.
-¿Por qué volviste?
-Tenía que hacerlo, no podía volver a casa y pretender que nada había visto... no sé, no puedo explicarlo... hace una semana era un mediocre periodista de espectáculos que sólo intentaba sacarse de encima a la ex-esposa y criar de la mejor manera a su hija y hoy he caminado entre los cadáveres y las ruinas de una ciudad que me había parecido deslumbrante...
-¿Estás arrepentido?
-No, para nada...
-Me decirte que todo esto terminará pronto...
-¿Cómo va la cosa?
-A últimas horas de la tarde la fuerza aérea controlada por Metco destruyó a la flota leal y el combate en el centro ha recrudecido...
-Está más cerca de concluir entonces...
-Eso parecía pero hay rumores de que tropas del interior leales avanzan sobre la zona controlada por Metco...
-Más muerte entonces.
-Eso parece...
-¿Qué es lo que te preocupa?
-Gane quien gane la guerra el siguiente paso será intentar aniquilarnos...
-Pero aquí estamos protegidos.
-Sí, pero sólo por un tiempo. Los alimentos, los combustibles y la provisión de agua potable no durarán más de quince días, luego tendremos que salir...
-Podremos salir los mismos que fuimos a buscar a los que habían quedado bloqueados...
-Sí, claro, pero no podemos mantener esa situación indefinidamente, si sólo fuéramos capaces de ganar al menos una vez...
-Vos decís ganar la guerra sin participar...
-Sí, claro, me molesta pensar que lo único que podemos hacer es esperar que las cosas no terminen mal del todo...
-También lo pensé y creí que vos tendrías alguna idea.
-Ideas, ideas tengo muchas, siempre tuve ideas, pero no sé demasiado, tengo intuiciones fugaces, pero nunca alcancé a tener una visión completa. -explicó Cacho, sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa, lo encendió, dio un par de pitadas y preguntó-¿Y vos?
-Yo sólo sé que hay un poder que actúa a través de mí, quiero creer que es mi abuelo, que de alguna forma vuelve, pero es más un deseo que un certidumbre. Lo que no comprendo es por qué ellos hablan de espectros, por qué experimentan tal grado de terror...
-Yo tampoco termino de entenderlo... sólo sé que les demostramos que podemos utilizar ese poder…
-¿Y entonces?
-No sé, sólo es cuestión de tiempo que se den cuenta de que somos el verdadero enemigo…

Pañuelos, rectángulos de tela plegados que guardan porciones de tierra extraídas de las tumbas de la encrucijada llevan en los bolsillos los que marchan por la avenida costanera iluminados por el sol que emerge del océano, sus sombras largas se desplazan por la hierba de la banquina.

Tomás sintió que lo sacudían y llamaban, tardó en despertar, como si le costara desprenderse de un sueño agradable. Abrió los ojos y vio a Cacho iluminado por la cambiante luz del fuego.
-¿Qué pasa?
-Levantate y mirá.
Tomás salió de la bolsa de dormir, se incorporó y miró hacia donde señalaba Cacho: los habitantes del campamento caminaban hacia las tumbas o formaban grupos en el camino.
-¿Qué hacen?
-Están preparándose para la marcha.
-¿Marcha, qué marcha?
Cacho sonrió y dijo-Me despertó Marta diciendo que debíamos marchar hacia Malabrigo. Le pregunté por qué y se me quedó mirando, después se rió como si la estuviera jodiendo, se levantó y caminó hasta la tumba del hermano, juntó un montoncito de tierra y lo guardó en el pañuelo, cuando le dije que no entendía nada, me preguntó si yo no había tenido el sueño... un sueño que han tenido todos o casi todos.
-Yo no recuerdo ningún sueño.
-No me siento tan solo.
-¿Y por qué es tan importante el sueño?
-Porque les ha dado la respuesta, tienen que marchar hasta el promontorio de la antigua torre llevando algo de la encrucijada con ellos...
-Va a ser una masacre.
-¿Quién sabe? Vos y yo manejamos un poder que no terminamos de comprender, discutimos cuál era el paso para terminar con el círculo vicioso y no llegamos a ninguna conclusión, y ahora ese poder nos pone a prueba...
-Una cuestión de fe.
-Eso parece.
-¿Qué vas a hacer?
-No puedo dejar sola a Marta.
Tomás se rascó la cabeza y permaneció en silencio mirando las columnas que comenzaban a formarse en el camino, pensó en Alicia, y recordó la máscara que había perdido, el cuaderno que le habían robado y el abuelo que no había tenido; entonces tomó una decisión.

29.

Alsinoff seguía con la vista las indicaciones del general sobre el mapa pero pensaba en Amelia, no podía entender por qué se había ido y esa incomprensión lo atormentaba; lo más grave era saber que era sólo la conclusión de un proceso iniciado mucho tiempo atrás. Además, la necesitaba aunque odiara admitirlo, tal vez más que nunca antes, quizá ella había previsto esa necesidad y precisamente por eso se había marchado.
-Y esa es, señor, la situación actual...
-¿Se sabe qué pasó con el edificio de Inteligencia Interna?
-Hace dos horas que perdimos todo contacto, debe haber caído en manos de los metcoítas. -informó el general, un hombre delgado, canoso, con el rostro surcado por diminutas arrugas, apesadumbrado.
-¿Cuánto tiempo tardará la flota en tomar posición?
-Unos veinte minutos. -respondió el hombre obeso, vestido con uniforme azul de la marina e insignias doradas de almirante.
-Bien. -dijo Alsinoff.
-¿Está seguro de esa decisión? -preguntó el almirante.
Alsinoff lo miró con una expresión que consideraba intimidante-¿Y a usted qué le parece, almirante?
-No estoy seguro, señor.
-Le explico, almirante, nuestro objetivo es ganar la guerra.
-Lo comparto plenamente, señor, pero en toda acción de guerra hay que hacer una relación costo-beneficio, usted plantea el bombardeo del sector controlado por los metcoítas, pero ese bombardeo implica la destrucción de la mitad de la ciudad y no estamos seguro de que sea efectivo.
-¿Qué propone entonces?,¿De qué forma podemos vencer su resistencia si nos superan en número?
-Un ultimátum, señor.
-¿Cree que no le he pensado? Sería inútil, Metco obtendría tiempo para seguir presionando con sus fuerzas terrestres y no cedería; el busca el caos completo y sus seguidores lo apoyan con fanatismo, pero si lo consideran adecuado hagan el intento...
Un silencio notable se instaló en la habitación, un silencio que se limitaba a lo discursivo ya que el ámbito estaba dominado por el sonido de las respiraciones, el jugueteo de dedos sobre llaves, lapiceras, anteojos y el desplazamiento de borceguíes y zapatos sobre el piso de madera.
-¿Y bien, caballeros?-preguntó Alsinoff con gentileza taimada. Sabía que los asistentes estaban evaluando las ventajas y costos del bombardeo-¿Qué dice usted, almirante?
-Debe ordenarse el bombardeo.
-Que sean precisos, almirante, queremos ganar la guerra, no morir bajo fuego propio.
-Sí, señor. -admitió el almirante resignado, y salió de la habitación para dar las instrucciones necesarias.
Entonces sonó el teléfono, el general atendió la llamada, mantuvo una breve conversación y palideció.
-¿Y ahora?
-La fuerza aérea responde a los metcoítas, señor.

Metco se enteró de la rendición de la parte de la flota que le respondía temprano en la mañana, una hora después del amanecer, enseguida le informaron de la subordinación de la fuerza aérea. Ambos bandos parecían tener asegurada la destrucción. Un buen final para toda la historia.
Coretti entró a la habitación, saludó con respeto y pidió permiso para sentarse. Se lo veía cansado, los ojos aparecían rodeadas por marcadas ojeras que le daban el aspecto de un mapache pecoso, y la mirada exaltada y entusiasta del primer día parecía cubierta por un velo translúcido que le restaba entusiasmo y potencia. La concreción de la guerra ha apagado bastante su ardor guerrero y fundamentalista, pensó Metco.
-Tendría que dormir un poco, Coretti.
-Tendría, pero hay demasiado que hacer, cuando ganemos la guerra ya tendré tiempo de descansar...
-¿Cómo están las cosas?
-Estamos avanzando en el centro, de a poco vamos venciendo la resistencia, pero es cuestión de tiempo que empiecen con el bombardeo naval...
-Me pregunto si Alsinoff se atreverá a dar ese paso.
-Yo creo que sí, señor, sus tropas están cediendo en toda la ciudad, es su única opción, debilitarnos con el bombardeo.
-Lo que todavía no sabe es que nosotros también podemos bombardearlos, ¿qué porcentaje de subordinación tenemos en la fuerza aérea?
-Yo diría que un poco más del ochenta por ciento.
-¿Puede hacer que esa información llegue sutilmente al enemigo?
Coretti se quedó mirándolo sorprendido, hasta que comprendió la intención, entonces sonrió deslumbrado y comentó-Eso lo hará reflexionar sobre la posibilidad de bombardearnos... señor, la cuestión está resuelta, no dependemos de la decisión del enemigo...
-Prosiga, Coretti, prosiga.
-Podemos ordenar a la fuerza aérea que bombardeé la flota.
-Bingo, Coretti.
-Con eso ganaremos la guerra, señor. -exclamó Coretti recuperando su entusiasmo primigenio.
-Bueno, Coretti, bueno. Aumentamos nuestras posibilidades pero en la guerra nunca hay seguridades absolutas... hagamos esto en dos fases: haga llegar la información al enemigo y observemos el comportamiento de la flota, si está continua su progresión hostil o inicia el cañoneo, la atacaremos.
-Perfecto, señor, voy a transmitir sus órdenes, permiso. -dijo Coretti entusiasmado, se puso de pie y salió de la habitación.
Metco caminó hasta la ventana, desde ahí podía ver el mar y el sol recortando la silueta de los barcos enemigos que se acercaban desde el norte, un poco más acá podía distinguir los vehículos: jeeps, tanques y acorazados de transporte de personal. Seguramente constituían la reserva porque permanecían inmóviles y sin abrir fuego. Había decidido dar la orden de no atacarlos para no delatar su posición, estaba cómodo en ese edificio y no tenía voluntad de trasladarse.
Hubo un golpe en la puerta, Metco autorizó el ingreso y entró una mujer delgada vestida con el uniforme de la policía urbana-Señor, hemos capturado a un cuadro alsinoffista, y como usted ha dicho que quería verlos personalmente...
-Sí, claro, ¿Cuál es su nombre?
-Lopresti, Italo, oficial de inteligencia interna.
Metco sonrió divertido disfrutando de la situación-Condúzcalo hasta aquí.
-Si, señor. -dijo la mujer, salió del salón y al cabo de unos segundos volvió a entrar con un hombre que traía esposado a Lopresti.
-Benditos los ojos que lo ven, Lopresti. Siéntelo ahí-ordenó al guardia.
El hombre arrojó a Lopresti en un sillón y se paró en posición de firme junto a él.
-¿Qué se siente haber elegido el bando incorrecto?
-No tengo porque responder más de lo que enuncia la convención de Ginebra.
-Vamos, Lopresti, no sea payaso, esto es una guerra civil y bien sabe usted donde se encuentra, ¿o acaso se ha privado de disfrutar sabrosos manjares en exclusiva? Usted no es nada, sólo respira porque yo he decidido tener el placer de hablar con todos los cuadros leales que mis tropas puedan capturar... si ahora decidiera descuartizarlo, nada me lo impediría... así que, por favor, responda mi pregunta.
Lopresti permaneció en silencio.
Metco dijo-Señorita, sáquele las esposas, soldado, usted siéntelo en ese sillón e impida que se mueva
El soldado tomó a Lopresti por los hombros y lo obligó a apoyar la espalda contra el respaldo del sillón.
La mujer esperaba órdenes parada junto a Lopresti, Metco dijo-Quiero el dedo meñique izquierdo.
-No. -gritó con desesperación Lopresti intentando liberarse.
-No grite, Lopresti, agrega un patetismo innecesario a la escena.
La mujer tomó un cortapapeles que había sobre el escritorio y apoyó la mano izquierda de Lopresti sobre el apoyabrazos del sillón mientras el soldado lo mantenía sujeto. El corte fue rápido y prolijo, la mujer tomó el dedo y se lo alcanzó a Metco.
Lopresti lloraba y se convulsionaba, su rostro había adquirido una tonalidad rojiza, emitía un sonido difuso a mitad de camino entre el aullido y el sollozo a pesar de que el soldado le había liberado la boca.
-Esto es poder, Lopresti. -dijo Metco mientras le mostraba el dedo balanceándolo.-No la pasión enfermiza que usted experimentaba cuando ejercía de mandadero de Alsinoff...
-Necesito un médico... me estoy desangrando...
-No sea exagerado; Metco, nadie se desangra tan rápido... además disfrútelo, mientras sufra y sienta miedo sabrá que está vivo...
-¿Por qué este sadismo?, yo sólo obedecía órdenes
Metco rió divertido-Y justamente usted se queja por el sadismo, qué gracioso.
-¿Qué es lo quiere?
-Pasar el tiempo de la mejor forma posible, a propósito, ¿qué sabe de la guerra?
-Poco, su flota ha sido vencida, ustedes controlan la mayor parte del centro, nada más.
-¿Cree que Alsinoff puede ordenar un bombardeo naval?
-Sí, no tiene otra opción para recuperar el territorio perdido. ¿Podría hacer que me atiendan la herida?
-Todavía no sé si vale la pena, ¿conoce las claves de transmisión?
-Sí, pero ya las habrán cambiado.
-No si piensan que usted fue muerto en el ataque al departamento de inteligencia interna.
-Mi vida no valdrá nada si le digo las claves.
-Ya no vale nada, Lopresti, haga lo que quiera, me está empezando a aburrir, pensé que me iba a sorprender mostrando algún tipo de valentía.
-Colaboraré, le diré las claves. quiero estar de su lado...
-¿Y por qué traicionaría a su guía y mentor?,¿sólo por cobardía?
-Tengo miedo, pero no es eso, yo también he hecho mi evaluación...
-¿Y cuál sido el resultado de su evaluación?
-Usted ganará la guerra.
-¿Y en que fundamenta esa conclusión?
-He visto combatir a sus tropas, y he visto combatir a los leales, los suyos tienen una convicción completa en su causa, desde que se inició el levantamiento los leales no hacen otra cosa que retroceder...
-Podría equivocarse.
-Lo dudo.
-De modo que lo suyo no es cobardía sino...
-Conveniencia y voluntad de poder... usted reconstruirá Malabrigo.
Metco le envidió a Lopresti su creencia de que aún era posible un futuro y dijo-Está bien, ordenaré que lo atiendan.
-El dedo, señor, pueden reimplantármelo.
-No joda, Lopresti, es bueno que tenga un recordatorio permanente- dijo Metco, y le ordenó a la mujer que se llevara a Lopresti, lo hiciera atender y le asignaran un alojamiento y un lugar para trabajar en el edificio.
Otro payaso más en el circo, otro imbécil alucinado con la posibilidad de tener un futuro aquí, se dijo, y por primera vez pensó con seriedad en la posibilidad del suicidio. Ya no lo atormentaban las imágenes y sonidos, ahora sólo había silencio y una sensación de cansancio agobiante.
Se sentó en el sillón y contempló el dedo de Lopresti que había olvidado sobre el escritorio, el despojo había manchado de sangre la superficie laqueada, se pasó la lengua por los labios, experimentaba un apetito voraz, trató de resistir el impulso pero la lucha fue breve, tomó el meñique y mordisqueó la carne desgarrada.


28.

Amelia estaba tomando té sentada a la mesa de la cocina cuando Sarita le dijo que el chofer del señor Alsinoff la estaba esperando en el living, el señor lo había enviado para comunicarle algo muy importante.
Amelia suspiró, se levantó y caminó hasta el living.
-Discúlpeme, señora, por no haberme anunciado telefónicamente, pero las líneas no son seguras.
-Me alarma, Verduk, ¿qué pasó?
-La situación es grave, señora, hubo una sublevación y hay enfrentamientos en el centro y en la zona del puerto, el señor quiere que usted se ponga a salvo hasta que terminen los incidentes, lo más adecuado es que se traslade hasta un lugar controlado por las fuerzas leales.
-Entiendo, ¿quienes son los sublevados?
-Los seguidores del traidor Metco, asaltaron la cárcel y lo liberaron.
-¿Y cuáles son sus órdenes, Verduk?
-Llevarla hasta la casa del Consejo.
-¿Esa es la idea que tiene mi esposo de la seguridad? No, no estoy de acuerdo.
-Señora...
-Nada, Verduk, voy a hacer una rectificación de sus órdenes.
Verduk intento iniciar una discusión, pero la mirada de Amelia lo desalentó.
-¿Tiene suficiente combustible como para llegar hasta Azuria?
-Si, señora. -admitió Verduk resignado.
Amelia llamó a Sarita y le ordenó que le preparara un bolso con ropa para una semana; encendió un cigarrillo y comenzó a pasearse por la habitación, Verduk permanecía de pie, inmóvil, con una expresión de preocupación en su rostro.
-Siéntese, Verduk, Sarita demorará un rato.
-Gracias, señora.
-¿Qué piensa, Verduk?
El chofer suspiró, cruzó las piernas y sacó un atado de cigarrillos-¿Puedo?
-Claro, ¿tiene fuego?
-Sí, gracias. -Verduk encendió el cigarrillo, exhaló la primera pitada y dijo-Pienso muchas cosas, señora, aunque esa no sea mi función, precisamente y rara vez alguien me pregunte que es lo que pienso.
-Perdóneme, no quise ser indiscreta.
-No, no es eso; usted me preguntó que pensaba y se lo diré: lo que está pasando no es bueno y cuando concluya Malabrigo no volverá a ser la misma.
-Coincido con usted.
-Por eso se va.
-Nada me ata a este lugar.
-¿Está segura?
-Absolutamente, Verduk, absolutamente... ah, Sarita, ya terminaste, muchas gracias.
-Señora...
-¿Qué, Sarita?
-¿Cuando va a volver?
-No lo sé.
La mujer la miró compungida y Amelia comprendió que su decisión había desordenado por completo la vida de Sarita, se sintió egoísta y miserable y tuvo que decir-Podés venir conmigo.
Los ojos de Sarita se iluminaron durante unos segundos pero al cabo recuperaron la expresión de resignación que los caracterizaba-Me encantaría, señor, jamás salí de Malabrigo, pero mis padres están grandes y me necesitan, soy la única hija que les queda...
-Podrías quedarte aquí cuidando la casa, pero mi marido dice que este lugar no será seguro...
-Está bien, señora, ya me arreglaré de alguna forma. Cuídese.
Amelia la abrazó y cuando se separaron había lágrimas en los ojos de las dos.
-Vos también cuidate.
Salieron y caminaron hacia el auto, Amelia volvió a abrazar a Sarita, le dio el dinero de dos meses de sueldo, se separó de ella en silencio, acomodó el bolso y subió al auto. Su decisión era firme pero le dolía esa forma de partir.
Dejaron atrás la casa y circularon por las calles del barrio residencial hasta acceder a una avenida que seguía hacia el Oeste, las calles estaban desoladas a pesar de ser un día laborable. No había camiones de reparto, ni omnibus ni transporte de escolares y los autos que se veían estaban inmóviles. Amelia bajó la ventanilla, quería escuchar algún sonido que desmintiera su impresión de estar circulando por un inmenso cementerio urbano, pero no lo consiguió: sólo pudo oír el sonido que producía el auto al rodar, las hojas de los árboles al mecerse ante la brisa y un lejano sonido sordo e irregular.
-Esto me da miedo.
-A mí también, señora. -admitió Verduk-Muchos han marchado hacia la guerra y otros están expectantes dudando por quién tomar partido, haciendo sus cálculos miserables... pronto se verán obligados a decidirse.
-¿Y usted, Verduk?
-Yo no hago cálculos, señora, yo soy un soldado.
-Pero puede revisar sus decisiones...
-No decido, señora, obedezco órdenes...
-No esperaba otra cosa de usted.
Dos náufragos a la deriva por la planicie, no somos más que eso. ¿Será Verduk consciente de su desamparo?,¿Qué cosas lo impulsarán a aferrarse a los restos de lo que fue?. Un cigarrillo, necesito un cigarrillo. Las cartas están echadas, hace tiempo que el curso es irreversible, sólo que ahora se está jugando la última mano. Sarita, tendría que haberla traído conmigo,¿quién sabe que puede pasar con la casa? Tengo que llamar a Victor y decirle que la ponga bajo custodia, pero ahora no, no soy capaz de mantener una conversación con él ahora, ya tendré tiempo cuando llegue a Azuria. Sí, la tendría que haber traído a Sarita. Es una sobreviviente nata pero no sé si encontrará alguna forma de no ser arrastrada a la guerra. ¿Y yo? Yo no tengo salida, desde que murió Gonzalo no tengo salida, quiero un final tranquilo, quiero morir atenta a su recuerdo.




sábado, 1 de marzo de 2008

27.

Después de llamar a Alsinoff, Lopresti se quedó parado junto al escritorio, su jefe le había asignado la misión de relevar los sectores que aún permanecían fieles a la autoridad estatal y la inspección no había sido demasiado halagüeña. Contaban con menos de la mitad de los efectivos de la ciudad, y la marina de guerra se había partido y combatía en las proximidades del puerto. Lopresti comenzó a pensar en cuál sería la mejor forma de abandonar Malabrigo; unos golpes violentos en la puerta lo sacaron de su meditación, un teniente de la guardia entró y dijo-Perdón, señor, pero los rebeldes han tomado posición a una cuadra, si no intentamos salir ahora, tal vez mas tarde no lo consigamos.
-Está bien, lo sigo.
El teniente preguntó-¿Tiene arma?
Lopresti sacó orgulloso la pistola automática de la sobaquera.
-No creo que sea suficiente, señor.
-¿Tan mal están las cosas? -preguntó Lopresti tratando de que su creciente miedo no se hiciera evidente.
-Bajemos, le daré una ametralladora.
Salieron de la oficina y cuando habían llegado al descanso del primer piso una ruidosa explosión se produjo por encima de ellos.
-Morteros. -explicó el oficial mientras trotaban escaleras abajo, cuando llegaron al vestíbulo del edificio, la imagen paralizó a Lopresti; los vidrios frontales estaban rotos y esparcidos por el suelo, la recepcionista yacía sobre el mostrador con el cráneo ensangrentado y roto descansando sobre el brazo izquierdo. Los sillones y los dos sofás estaban ocupados por policías muertos y heridos; algunos, por sus posturas, parecían estar durmiendo una siesta o descansando las piernas al cabo de una guardia prolongada. Frente a la entrada había cuerpos de hombres y mujeres, el teniente explicó-Son los empleados, entraron en pánico, les pedimos que aguantaran hasta que acabáramos con la ametralladora pero no quisieron oír.
El sonido de los disparos era ensordecedor, había policías disparando con regularidad apostados entre los cadáveres; el teniente sacó a Lopresti de su inmovilidad alcanzándole una ametralladora que había quitado de las manos de un policía muerto-Tome, ¿sabe cómo utilizarla?
-Sí, claro. -respondió Lopresti recordando fugazmente el período de su instrucción militar, aunque, claro, esta no había incluido cadáveres, o la posibilidad de llegar a ser uno de ellos al momento siguiente.
Otra explosión sacudió el edificio.
-Vamos, señor, tenemos que salir de aquí pronto.
Los dos se acercaron a la entrada tratando de no pisar los cuerpos, los policías seguían disparando hacia la bocacalle de la izquierda.
-¿Cómo están las cosas?
-Estos turros tiran con fusiles automáticos, pero desde hace rato intentan desplazar una ametralladora para reventarnos del todo, hasta ahora lo evitamos pero nos estamos quedando sin munición.
-Tenemos que llegar hasta la Casa del Consejo, allí estaremos seguros. -dijo Lopresti.
-Va a ser difícil, pero lo intentaremos, Peretti y Gómez se quedaran aquí cubriéndonos, el resto saldremos a un mismo tiempo hacia la derecha, cuando encontremos reparo los cubriremos desde allí, allá a la derecha hay una camioneta y un par de autos, allí buscaremos cubierta. ¿Entendido?
-Entendido, señor.
-A la cuenta de tres. ¿Está listo, señor?-preguntó el oficial a Lopresti.
-Sí, claro.
-La ametralladora.
-¿Qué?
-No la cargó, señor.
-Ah, sí, claro. -admitió Lopresti y desplazó la corredera hacia atrás.-Listo
-Atentos, uno, dos, tres.
Peretti y Gómez comenzaron a disparar breves y continuas ráfagas, el resto saltó sobre los cadáveres y restos de mampostería y comenzó a correr con desesperación buscando la protección de los vehículos; cada tanto giraban y disparaban hacia los enemigos que estaban detrás de ellos, a excepción de Lopresti que corría a toda velocidad para encontrar refugio detrás de la camioneta, con violentas palpitaciones en las sienes, sospechando que la muerte lo sorprendería antes de poder llegar a su meta. Cuando se arrojó detrás de la camioneta y se atrevió a mirar hacia atrás vio que todos los hombres que habían salido con él habían caído y estaban dispersos por la calle muertos o moribundos, tiñendo el pavimento con su sangre y sus vísceras. Los dos policías que se habían quedado en el edificio, seguían disparando. Pensó que debía disparar para cubrirlos pero se dijo que era inútil, sólo serviría para delatar su posición. Una ráfaga de ametralladora acribilló la camioneta, perforando la chapa y destrozando los vidrios. Ahora o nunca, ahora o nunca, se dijo y corrió desesperado hacia la esquina oyendo como las balas picaban detrás buscándolo. Dobló la esquina y se encontró frente a un grupo de civiles armados, reconoció a una de las mujeres. -Hola, Silvia. -dijo sonriendo.
-Es uno de ellos, responsable de las ejecuciones en la radio, la mano derecha de Alsinoff.
-Pero, Silvita,¿qué decís?
-Matémoslo ya. -alentó otra mujer.
Tres o cuatro se acercaron apuntándolo.
-No. -dijo una voz clara y enérgica, del grupo se desprendió una mujer joven y delgada vestida con un mono gris que cargaba sin dificultad un fusil pesado-Tenemos órdenes precisas de llevar a todos los cuadros capturados ante Metco.
-Pero merece morir. -reclamó Silvia.
-Seguramente. -aceptó la muchacha del fusil-pero debemos cumplir lo que nos ha sido ordenado, la disciplina es fundamental para ganar esta guerra.
Lopresti aún tenía la ametralladora en sus manos como un objeto extraño e inútil, se la quitaron, le ordenaron llevar las manos a la espalda y lo esposaron.

26.

Cacho se despidió y colgó, Marta lo miraba en silencio, expectante. Cacho asintió con expresión apesadumbrada.
-Así que empezó...
-El problema no es como empieza sino cómo va a terminar...
-¿Vamos a la encrucijada?
-Sí, esperá que hago algunas llamadas.
-Mientras, me voy a hablar con Irma, no quiero que se desespere. -Marta se puso una campera y salió.
Cacho permaneció inmóvil parado junto al teléfono sin decidirse a llamar, suspiró, levantó el tubo e hizo la primera llamada. Cuando concluyó, se sentó a la mesa y se tomó la cabeza entre las manos. ¿Cuándo terminaría esa locura y tal vez, no menos importante, ¿cómo terminaría? Había elegido permanecer en Malabrigo a pesar que desde su infancia era consciente de la monstruosidad que era su núcleo, esperanzado en la posibilidad de que la perversidad en algún momento pudiera revertirse. Su padre con una fe humilde pero persistente había alimentado esa esperanza con una bondad que él no creía haber heredado. El sargento Ojeda había sido un hombre bueno y sencillo, que en la desolación de la posguerra había persistido en la memoria. Un sabio de conocimiento ambiguo que creía con firmeza en la redención del mal que dominaba Malabrigo, Cacho había tomado ese legado pero ahora se le hacía pesado en su inconsistencia. El mal y la muerte formaban un círculo inquebrantable que no podían ser redimidos. Malabrigo era un aquelarre donde el ritual de la destrucción continua sólo se ocultaba por un tiempo para tomar fuerza y aparecer con mayor violencia y ferocidad. La encrucijada era un refugio, pero,¿por cuánto tiempo? ,¿y después qué?, ¿no sería mejor partir al exilio de una buena vez?
Se puso de pie y comenzó a caminar de un lado al otro de la cocina, se dijo que era mejor pensar en dar una paso a la vez. Ahora tenía la obligación de poner a salvo a todos los que no quisieran inmiscuirse en la guerra, ya bastantes problemas habría para superar los bloqueos que los bandos en pugna habrían establecido en las calles de la ciudad.
Pensó en Tomás, que a esa hora ya debería estar a salvo en Azuria, y por unos segundos lo envidió.
-Hola. -saludó Irma con voz tímida.
Cacho se volvió hacia la chica y por unos segundos no la reconoció.
-Disculpame, no quise interrumpirte.
-No, no es nada, ¿cómo estás?
-Preocupada por mamá.
-No te preocupes, va a estar allí cuando lleguemos...
-¿Cuánto va a durar?
-No sé, pero tenemos que apurarnos no van a tardar en militarizar la ciudad, ¿trajiste algún abrigo?
-Sí, claro.
Marta informó-Estaba bien preparada, se trajo un bolso lleno de comida.
-Hiciste muy bien, Irma. Bueno, chicas, vamos.
Salieron de la casa, el sol temprano entibiaba el mundo y apenas soplaba una brisa desde el mar que traía el sonido de detonaciones.
-Están combatiendo en el puerto. -explicó Cacho.
Subieron a la camioneta y Cacho puso en marcha el viejo motor diesel y esperó que tomara la temperatura adecuada, Marta e Irma permanecieron en silencio.
Cacho condujo por calles secundarias tratando de evitar una aproximación directa a la costanera; Irma dijo-No entiendo esta guerra.
Marta explicó-No hay demasiado que entender, son sólo dos fracciones que luchan por el poder....
-Precisamente es eso lo que no entiendo.
-El poder de Malabrigo se dividió en dos fracciones, los que siguen a Alsinoff estan convencidos de que la imposición general del canibalismo ritual conseguirá terminar con la anomalía, los que siguen a Metco están convencidos de que la destrucción del gobierno es lo que asegurará la desaparición de la anomalía.
-¿Pero entonces no tendríamos que estar con Metco?
-De ninguna manera -explicó Marta-Implicarnos en la guerra nos igualaría a ellos, además Metco sólo busca generar caos; él destruyó las máscaras para llevar a Malabrigo a una crisis terminal, buscaba la muerte y necesitaba a Tomás como testigo de que no se había suicidado...
-Podemos decir que tuvo algún éxito, aunque no previó la reacción de Tomás ni su poder. -agregó Cacho.
-¿Poder? -preguntó Irma.
-Alsinoff o alguno de sus agentes intentó asesinarlo cuando estaba en prisión pero Tomás no solamente zafó de ser asesinado sino que también pudo salir de la prisión sin sufrir daño alguno, fue entonces cuando lo encontramos en la plaza,¿te acordás?
-Sí, claro, pero no entiendo como puede tener algún tipo de poder si no pertenece a Malabrigo.
-El nació aquí, y además es el nieto de Pablo Arregoitía a quien no creo que conozcas.
-Nunca lo oí nombrar.
-Es lógico, la mención a su nombre y obras esta prohibida desde hace más de treinta años.
-¿Por qué?
-Tenía un raro don, más allá de la capacidad literaria, claro, todas sus obras mostraban la degeneración creciente de Malabrigo aún cuando él no supiera conscientemente qué era lo que realmente escribía, él escribió Los hijos de Saturno un año antes de que se propusiera el canibalismo ritual en el Consejo, sólo estuvo quince días en cartel...
-Lo de siempre. -admitió Irma con resignación-Y usted piensan que de alguna forma Arregoitía ha vuelto para defender a su nieto...
-Algo así...
Habían llegado al fin de la calle y para acceder a la encrucijada debían circular por un tramo de la costanera, Cacho detuvo la camioneta y explicó-Podemos tener alguna dificultad un poco adelante, Irma, estate atenta pero no te asustes.
La camioneta giró a la derecha, continuó por dos cuadras y llegó a la costanera. Abajo, hacia la derecha se veían explosiones de un naranja intenso y columnas de humo que la brisa dispersaba de a poco.
Cuando tomaron la avenida, vieron que a un par de cuadras aparecía un bloqueo: una barricada hecha con tambores de combustibles y maderas arrancadas de una obra en construcción,;estaba custodiada por dos hombres, uno llevaba el uniforme de la policía urbana y el otro era un civil, los dos cargaban ametralladoras. El uniformado hizo una seña para que se detuvieran cuando estuvieron a unos veinte metros, el otro apuntaba a la camioneta.
-No se puede seguir por acá. -observó el uniformado.
-¿Por qué? -preguntó con tranquilidad Cacho.
-Ordenes del Comando Central, nadie puede salir de la ciudad sin autorización superior.
-¿Por qué no llama a su compañero?
-Señor, tengo órdenes de disparar a cualquiera que desobedezca la normativa.
-Usted no disparará.
El guardia quedó inmóvil en su lugar, con la mirada vacía, el otro hombre alarmado, se acercó corriendo a la camioneta. -¿Qué pasa aquí?-preguntó con una voz autoritaria que intentaba alejar la inseguridad que experimentaba.
-Nada, solamente estaba hablando con su compañero y comentando cómo van a liberar la avenida para que podamos pasar. -explicó Cacho persistiendo en su tranquilidad.
-Sí, claro, señor, vamos Felipe, tenemos que sacar las tablas.
-¿Hipnosis?-preguntó Irma maravillada.
-No lo sé con exactitud, es un procedimiento que le vi realizar por primera vez a mi padre, entonces me dijo que sólo era una ayudita de los invisibles.
Los guardias, entretanto, estaban quitando las tablas que obstruían el paso.
-¿Invisibles? Para mí eran bien reales y aterrorizantes.
Marta le pasó la mano sobre el hombro y la atrajo hacía sí-Era el lugar desde donde veías, Irma, ahora ya no tenés que temer más, vos decidiste voluntariamente dejar la máscara....
El paso había quedado liberado, Cacho puso primera y pisó el acelerador, los guardias se quedaron en posición de firmes parados junto a los tambores. Cuando los dejaron atrás, Irma preguntó-¿Qué les va a pasar ahora?
-Nada, solamente se olvidarán de que nos han visto y se sorprenderán de que la avenida no esté bloqueada.
-Están acostumbrados a no ver lo que no quieren. -comentó Marta.
Siguieron por la costanera y pudieron ver la batalla que se libraba en las proximidades del puerto: el fuego de los cañones, los estallidos sobre las estructuras, los restos de los barcos que no habían terminado de hundirse y pequeñas formas blancas flotando a la deriva.
Irma señaló hacia el lugar y antes de que pudiera preguntar, Marta dijo-Sí, son cuerpos.
Cacho hizo girar la camioneta a la izquierda, dejaron atrás la costanera y se internaron en un barrio de casas bajas y pobres; a medida que avanzaron hacia el oeste las casas fueron desapareciendo hasta que transitaron por una colina cubierta por pastizales con algunos árboles dispersos. El camino descendió con rapidez y al frente apareció un grupo de árboles que señalaba la encrucijada, a su sombra había camiones, autos, camionetas y personas que armaban carpas, juntaban leña o charlaban en grupos.
Algunos empezaron a saludar a los gritos cuando reconocieron la camioneta, Cacho estacionó y bajaron, un grupo de hombres y mujeres se acercó a él y Cacho les indicó que se apartaran un poco del resto.
Una mujer pelirroja, cincuentona, vestida con un buzo celeste que daba profundas y frecuentes pitadas a su cigarrillo fue la primera en hablar-Cacho, muchos no van a poder llegar hasta aquí si no hacemos algo, completamos la cadena de llamados pero los bloqueos fueron muy rápidos en la zona controlada por los metcoítas y muchos fueron retenidos.
Un joven delgado, de anteojos dijo-Yo vi como retenían a una familia completa a cuatro cuadras de la Casa del Consejo.
-¿ Y por qué no interviniste?
El joven bajó la vista y no respondió.
-Todos tenemos miedo, Eduardo, pero tenemos que combatirlo si queremos resistir hasta que la guerra acabe. -dijo un viejo delgado y calvo, que jugaba con un llavero.
-Javier tiene razón, Eduardo. -agregó Cacho-Vos tenés un don que pocos tenemos y debiste usarlo para ayudar a esa familia.
-No pude, no soporté los tiros ni las explosiones.
-Déjenlo tranquilo-pidió una mujer rubia y regordeta que había escuchado impaciente la conversación descargando el peso de su cuerpo sobre una y otra pierna.-Tenemos que decidir de qué forma vamos a ayudar a la gente que ha quedado retenida.
-Es que la actitud de Eduardo es parte de la cuestión. -explicó Cacho con paciencia-Somos apenas diez o doce los que manejamos el don y todos somos necesarios...
Javier dijo-Podemos relevar de la obligación a aquellos que no se sientan capaces.
-Nadie está obligado a hacer nada. -aclaró la pelirroja-Eso es lo que nos diferencia de los que se están matando allá...
Cacho dijo-No te confundas, Delia, por el contrario, todos tenemos aquí una obligación, que no tengamos un código de disciplina explícito no quiere decir que no tengamos que tener una disciplina.
Irma no podía prestar atención al diálogo que mantenía Marta con el grupo de personas en torno al fuego que habían encendido a un lado de los árboles, sabía que el diálogo importante se desarrollaba en el grupo en que estaba Cacho. Se sentía rara, con un mareo que de ninguna forma era físico, en unos pocos días todo lo que había designado como su vida, se había disuelto. Y entonces, con culpa, recordó a su madre; Cacho le había dicho que iba a estar allí, pero hasta entonces no la había visto, se separó del grupo y comenzó a caminar bajo los árboles y entre los vehículos, y vio que un grupo de adolescentes y chicos estaban levantando carpas y cavando zanjas dirigidos por un hombre alto y delgado vestido con ropas deportivas, junto él estaba parada un mujer pequeña y delgada cubierta con un abrigo marrón.
-Mamá.
-Irma, hijita, pudiste salir!
Se abrazaron y luego su madre le presentó al hombre que dirigía las obras, se llamaba Ricardo y era profesor de Educación Física.
-No sabemos cuánto tiempo durará la guerra y tenemos que disponer de la mejor forma nuestra estadía aquí. -explicó Fernando
-Claro, claro. -aceptó Irma. Su madre la miró pensativa durante unos segundos y luego, con lágrimas en los ojos, la tomó de la mano y le dijo-Estoy tan contenta de que estés aquí, él nos protege.
Fernando se disculpó y se acercó a los chicos que estaban trabajando para darles indicaciones. Irma tardó en comprender que con ese "él", su madre se estaba refiriendo a su hermano que estaba enterrado a pocos metros.
-Tuve tanto miedo de que decidieras quedarte allá, con ellos.
-Mamá.
-Sí, tal vez fue injusto, pero pediste la máscara, la usabas todos los días, ¿qué podía pensar yo entonces?
-¿Por qué no me dijiste, mamá, por qué no me dijiste?
-No pude, después de la muerte de tu hermano, intenté negarme a saber, a asumir todo hasta el final y sólo me quedó el alcohol...
-Pero estaba yo.
-Claro que estabas vos, nunca dejé de tenerte en cuenta, y eso me daba más miedo...
-No entiendo.
-Habíamos criado a tu hermano para que nunca tuviera que usar máscaras, para que siempre fuera consciente de lo real detrás de la impostura; pero Esteban no lo soportó, tal vez lo presioné demasiado, tal vez estaba en su naturaleza, pero no lo soportó y pensé que quizá me había equivocado y que hubiera sido mejor que se hubiera adaptado al rostro de Malabrigo, por eso cuando vos pediste la máscara pensé que eso era lo adecuado... al menos seguirías viva...
Irma la abrazó.

miércoles, 27 de febrero de 2008

25.

-Guerra civil es el término, claro -admitió Metco conteniendo la carcajada.
-Y usted será nuestro guía en esta instancia histórica -dijo el hombre delgado, de ojos entusiastas,chupando con fuerza su cigarrillo.
-Vea, Coretti, yo soy un cuadro político, no tengo formación militar.
-Usted encontrará la forma de guiarnos como ha hecho hasta ahora.
-Lo intentaré, sólo puedo decirles que lo intentaré. -aceptó Metco resignado preguntándose en qué terminaría todo ese caos. Desde la explosión que lo había librado de la tortura de la presencia espectral toda la acción había adquirido una velocidad insana: un grupo de hombres, mujeres y travestis (alguno de ellos uniformados) habían llegado hasta la celda y volado con una carga explosiva la cerradura. Estaban imbuidos de una violencia que les había impedido retirar las llaves de la sala de guardia, donde habían dejado los cuerpos sangrantes y decapitados de los centinelas. Luego abrazos, exclamaciones y la salida en andas del edificio.
En la calle una multitud que lo aclamó y lo vitoreó como a su líder y ahora la explicación del delirante comandante metcoíta que detallaba la situación en Malabrigo en el living de una casa tomada por el movimiento a diez cuadras del frente de batalla. Las detonaciones y el fuego de fusiles y ametralladoras se oían con una claridad que a Metco le resultaba excesiva.
-Hasta ahora hemos encontrado apoyo en la policía, y las fuerzas armadas, es como si se hubieran partido al medio, la mitad lo sigue a Alsinoff y la otra mitad es nuestra...
-¿Y usted cómo ha llegado al mando? No lo he conocido hasta hoy...
-No, jamás tuve la oportunidad de conocerlo, señor, yo era suboficial de la armada, encargado de la guardia del comando central y tuve que ajusticiar a todo el comando superior para plegar las tropas al movimiento, claro que no estuve solo... pero era la única posibilidad para que el cambio se impusiera de una vez por todas en Malabrigo.
Metco trataba de pensar con rapidez para poder hacerse una imagen completa de la situación pero su poder de concentración se escurría al tiempo que oía una carcajada, como un bajo continuo en su cabeza. Aquellos infelices estaban convencidos de que lo que él había dicho era cierto y no un argumento para destruir las máscaras y provocar el caos. Lo paradójico era que el desorden generado se había vuelto contra él en forma de halago, lo consideraban un prócer o ,peor aún, un guía espiritual. La jugada prevista, su negociación con Alsinoff y la entrega de los informes por una muerte indolora y pública se había hecho imposible.¿Qué podía importar su muerte o la confirmación de que miembros del Círculo Interior habían cometido suicidio? La guerra no resolvería nada porque se luchaba por nada, precisamente; el poder que Malabrigo había tratado de evitar durante toda su historia era lo único que se mantenía firme, el lo podía sentir con todo su peso y contundencia. Lo que volvía la cuestión al principio:¿qué era lo que buscaba ese poder? Si se había propuesto la destrucción del país estaba cerca de conseguirlo.
Coretti carraspeó con timidez sin atreverse a perturbar a su líder en su meditación.
-¿Si, Coretti?
-Perdón, señor, pero creo que necesitará conocer la disposición de nuestras tropas y las del enemigo.
-Veamos entonces.
Coretti desplegó un mapa sobre la mesa y comenzó a explicar-Nuestras tropas están sobre el lado oeste de la ciudad, controlamos el centro comercial, pero ellos han conseguido retener la mayor parte de los edificios gubernamentales...
-¿Y el puerto?
-Se combate allí, señor, controlamos los barcos anclados en el fondeadero militar pero estamos recibiendo fuego de algunos buques que estaban en alta mar cuando se inició el movimiento...
-Si conseguimos derrotarlos podremos bombardear sus posiciones desde el mar, claro, ¿y qué hay de la zona de la antigua fortaleza?
Coretti se sorprendió y adoptó la expresión de un alumno dedicado a quien se le marca un error grave.
-No sé, señor.
-¿No hay tropas enemigas allí?
-No lo sé, señor.
-Se nota, Coretti, que ha estado mucho tiempo encargado del trabajo de custodia, la antigua fortaleza es un punto estratégico, desde allí se controla visualmente toda la ciudad, además es un puesto excelente para emplazar un puesto de artillería. ¿Qué hay del interior?
-El Noroeste hasta la frontera con Azuria es nuestro, el enemigo controla el sur.
-¿Qué pasa con la fuerza aérea?
-Hasta ahora se han declarado neutrales y se han acuartelado en sus bases.
-Bien, envíe destacamentos a las bases que estén dentro de nuestro territorio. Tienen la opción de plegarse a nosotros o ser fusilados sumariamente...
-Pueden intentar destruir los aviones, señor.
-Sí o volar al extranjero, infórmeles entonces que las represalias las recibirán sus familiares.
-Brillante, señor, nada ni nadie pueden interponerse en el triunfo de nuestra causa. ¿Algo más, señor?
-No por ahora.
-Notificaré sus instrucciones, señor, permiso.
Coretti se puso de pie y salió de la sala, y a pesar de que había cerrado la puerta se escuchó su voz potente dando órdenes e instrucciones con entusiasmo desesperado. ¿Qué otra cosa puede hacer?, se preguntó Metco. Todos vamos a terminar de la misma manera: desnudos, ignorantes y rotos. La risa que lo corroía se hizo más intensa. Así que de nuevo jugando... una adicción francamente irresistible, el material miserable de tu vida, el vacío que busca formas que siempre se le escurren.

domingo, 24 de febrero de 2008

24.

Tomás bajó de la camioneta y se quedó pensativo observando el puerto. Tuvo la impresión de estar contemplando un gran cementerio náutico: los barcos se balanceaban sujetos a sus amarras sin presencia humana alguna.
-Vamos. -alentó Cacho-Por ahí tiene que estar el "Pamperito"...
Los tres caminaron por el espigón de cemento hacia al mar, al cabo de unos minutos Tomás notó que, al sonido del viento en los mástiles y aparejos, la queja de los cables y el chapoteo del agua contra las paredes del muelle, se agregaba la vibración de un motor; un poco después vio una columna de humo.
-Te están esperando. -anunció Cacho.
-Eso parece. -aceptó Tomás, se detuvo y preguntó-¿Qué van a hacer?
-¿De verdad te interesa?
-Sí, claro pero... -Tomás se interrumpió y bajó la mirada.
Irma dijo-Querés quedarte...
-Sí y no. No sé si lo que he vivido aquí ha sido real o no, pero sé que no podré dejar atrás sólo yéndome.
Cacho explicó-Fueron reales, Tomás, no te engañes...
-No contestaste mi pregunta.
-No creo que sea bueno que sepas más...
-Supongo que tenés razón...
Siguieron caminando y se detuvieron ante una lancha pequeña con dos grúas para redes, cajones de madera dispuestos en torno al único mástil y manchas de óxido en el casco y la cubierta. Un hombre delgado vestido con camisa y pantalones grises, tocado con una gorra de lana roja estaba parado junto a la cabina.
-¿Cómo va, Cacho?
-¿Qué hacés, Luisito, podés llevar al amigo hasta algún puerto en Azuria?
-Claro, un amigo tuyo es amigo mío, ya te lo dije por teléfono, es sencillo, con Pedro hicimos unos cuantos viajecitos hasta allá cuando escaseaba la pesca....
Tomás supo que el contrabando era el motivo de aquellas excursiones.
-Listo entonces, te presento a Tomás.
-¿Qué tal, Tomás? Cuando quiera, compañero, la máquina está lista.
-Vamos, entonces. -Tomás se volvió hacia Irma para despedirse y recién entonces la reconoció-Vos sos la chica que me atendió en el bar, a vos te pregunté sobre los audífonos.
Irma sonrió-Pensé que me había hecho alguien perfectamente olvidable.
-Disculpame.
-No te preocupes, espero volver a verte. -respondió Irma y lo besó en la mejilla.
-Yo también, bueno, Cacho, muchas gracias, espero que consigan cambiar las cosas...
-Lo intentaremos, por ahi podés volver a un lugar diferente.
-Eso espero.
Se estrecharon las manos y Tomás con un salto abordó la lancha, el balanceo lo hizo trastabillar y consiguió recuperar el equilibrio tomándose del mástil.
Luis liberó las amarras, saludó a Tomás e Irma y entró a la cabina, hizo retroceder la lancha con lentitud y luego la hizo girar y puso proa hacia la salida. Tomás permaneció en silencio mirando los rostros preocupados de Cacho e Irma, sintiendo que aquella partida no era correcta.
-Véngase acá, que va estar más cómodo. -lo llamó Luis.
La cabina era un sitio pequeño pero limpio y ordenado: al frente, debajo del parabrisas, había un tablero donde estaba el timón, un par de palancas corredizas, medidores de temperatura, presión y velocidad, en el extremo derecho un estante donde había una botella de ginebra, un manojo de llaves, un trapo y un ejemplar ajado y grasiento de cuentos de Hemingway. En la parte posterior había una mesa adosada al piso, dos butacas, un anafe de dos hornallas, un aparador y una heladera pequeña.
-Está linda la lanchita.
-Gracias, necesita una manito de pintura, pero ya se verá.
Luis se concentró en la maniobra, la lancha comenzó a dejar atrás la defensa del espigón y empezó a ser sacudida por la marejada, Tomás se tomó del tablero.
-Tranquilo, compañero. Esta borrasca es sólo una cosquilla para el "Pamperito"...
-Eso espero.
-Juá, había tenido sentido del humor el compañero.
-¿Qué es eso?
-El apostadero militar de la región central, parte de la flota debe estar de maniobra porque no se ven muchos de sus juguetes anclados.
-¿Juguetes?
-Son pibes grandes los milicos, desde la guerra contra Azuria se la pasan jugando con sus barquitos... aunque, quién sabe...
Tomás se preguntó qué sospechaba Juan pero se dijo que ya no quería saber más de Malabrigo y permaneció en silencio.
La lancha avanzó mar adentro cortando las olas que golpeaban el casco en forma sesgada.
-Tenemos que alejarnos unas millas de la costa para que el viento cruzado no nos tire contra la rompiente.-explicó Luis y luego alcanzó la botella de ginebra a Tomás-Si gusta...
-No, le agradezco.
-A veces es buena para el balanceo.
-Voy a ver si lo soporto sin ayuda.
-Como guste, cómo vamos no vamos a tardar ni tres horas en llegar a aguas de Azuria.
-¿Llegaremos antes de que anochezca?
-No, y eso va a ser lo bueno.
-¿Prevé problemas?
-Digamos que estoy atento, usted sabe cómo andan las cosas en Malabrigo, o cómo no andan, y no estoy seguro de que los del Consejo permanezcan inmóviles y le permitan a la prefectura descuidar las aguas territoriales...
-Espero que tengamos suerte.
El mar se veía de un gris pizarra interrumpido por la espuma que producía el viento al azotar y quebrar la superficie, la costa aparecía apenas como una línea ocre y verde a la izquierda.
Luis sostuvo el timón con la mano izquierda y con la derecha destapó el porrón y lo llevó a su labios, tomó un largo trago, carraspeó y lo volvió a dejar en el estante.
-¿Por que corre este riesgo? -preguntó Tomás.
-Es algo que tiene que hacerse, y cuando algo debe hacerse siempre se corren riesgos, supongo...
-No entiendo...
-Cacho me dijo, cuando llamó desde el taller, quién era usted y por qué tenía que dejar Malabrigo . Pensamos que debe hacerse y lo hacemos, así de simple.
-Le agradezco, pero no me parece justo.
-Justicia es una palabra que admite muchas interpretaciones y más que en ningún otro lugar en Malabrigo, de todos modos, no se preocupe, de un modo u otro todos nosotros corremos riesgo acá y eso es algo sobre lo que usted no puede hacer nada...
Tomás se preguntó si la incapacidad señalada por Luis era cierta, pero se dijo que ya había decidido alejarse del juego y no había vuelta atrás.
El tiempo transcurrió acompasado por el ritmo del motor, el embate irregular de las olas contra el casco y la disminución paulatina de la luz.
-En un viaje de rutina sería el momento de encender las luces de posición. -explicó Luis-Pero hoy nos arriesgaremos un poquito.
-¿Son aguas muy transitadas?
-Estamos fuera de temporada y a esta hora los pesqueros de Azuria ya han vuelto a sus amarraderos, por ahí nos cruzamos con algún velerito rezagado, pero si se atrevieron a salir con esta borrasca seguro que va a vernos antes de que choquemos, juá.
Tomás sonrió divertido ante la perspectiva ridícula de terminar ese viaje en el fondo del Atlántico y Luis rió con él.
-Epa.
-¿Qué pasa?
-Allí, a estribor. -señaló Luis extendiendo su mano derecha.
Tomás miró hacia el punto señalado y vio apenas una mancha oscura sobre el gris. -¿Qué es?
-Una lancha patrullera de la prefectura.
-¿Qué va a hacer?
-Intentaré acercarme a la costa, el viento amainó un poco, y por acá hay unas vueltas que por ahí nos tapan, espero recordarlas bien porque si no vamos a terminar encallando o rompiendo el casco contra las salientes.
La lancha giró hacia la izquierda y de a poco la costa se fue acercando; el viento había disminuido y eso parecía hacer más audible el sonido del motor. Tomás se preguntó cuánto tardarían los de la lancha patrullera en oírlo.
-Esperemos que el que esté a cargo de la lancha no conozca la costa como yo o no tenga demasiado interés en encontrarnos...
Tomás agarró la botella y dio un largo trago, luego se la alcanzó a Luis que no despreció el convite y luego le pidió-No me la pase por un rato, compañero. -y aferró el timón con las dos manos.
La costa avanzaba o retrocedía con lo que a Tomás le parecía una vertiginosidad mareante, la lancha giraba con docilidad, más de una vez pasó a pocos metros de peligrosas salientes de roca.
-¿Cree que los perdimos?
-No escucho el motor pero tienen reflectores y pueden encontrarnos antes de que lo escuchemos.
-Oscurece rápido.
-Sí, en unos minutos tendremos que decidir si anclamos o encendemos el reflector, no me animo a navegar por acá a ciegas.
Siguieron navegando por unos minutos sin escuchar otra cosa que el motor ni ver más que el perfil desdibujado de la costa.
La luz cayó sobre ellos con brillo enceguecedor, luego se oyó una voz de timbre metálico deformada por la amplificación del megáfono- No tienen autorización para navegar en estas aguas, aléjense de la costa, echen el ancla y prepárense para ser abordados.
-La reputa madre o estuvieron utilizando un motor eléctrico o yo soy un sordo de mierda.
-Cálmese, no tiene sentido que se preocupe, hagamos lo que nos dicen.
Luis tomó un trago de ginebra, giró el timón, sonrió con amargura y dijo-Ya está, compañero, seguramente pusieron la ametralladora del puente en línea con el reflector, a usted, seguramente lo mandarán en cana pero a mí me conocen bien y no se van a tomar demasiadas molestias. Usted haga lo que quiera, pero yo haré lo mío, tome el timón. -Tomás tomó el timón y vio que Luis caminó hacia la parte posterior de la cabina, abrió el aparador y sacó una ametralladora de cañón corto, tomó un cargador, lo colocó en el arma y la cargó. Tomó otros dos y los guardó en el bolsillo. Volvió al timón. Tomás lo observó un instante en silencio-No.
-¿No qué? -preguntó Luis con furia contenida.
-No, Luis, usted no sabe algo que ahora no le puedo explicar.
-Ah,¿si?
-Es natural que desconfíe de mí, no soy de Malabrigo y no me conoce pero le aseguro que no es necesario que usted muera...
-¿Qué propone entonces?-preguntó Luis escéptico.
-Yo me aseguraré que no aborden.
-Compañero, me parece que a usted le pego mal la ginebra, sin ánimo de ofenderlo...
-No me ofende, ¿de todos modos qué tiene que perder?, le daré tiempo para que los apunte mejor y pueda sorprenderlos.
-Como quiera...
El haz del luz del reflector los seguía y se acercaba, Luis detuvo el motor y dijo-Habría que echar el ancla.
-Déjeme a mí, usted quédese aquí, yo lo hago. -dijo Tomás y salió a cubierta.
-¿Está seguro de lo que hace?
-No.
Tomás liberó la traba de la cadena y el ancla cayó al agua con un sonido apagado. Permaneció parado junto al mástil mientras veía como la lancha patrullera se acercaba protegiéndose los ojos con la mano izquierda de la potencia del reflector. Aquí vamos de nuevo, espero que esta vez nadie resulte muerto. La imagen de la mujer desangrándose sobre el piso del pasillo de la prisión lo asaltó y le produjo náuseas, eructó y el sabor de la ginebra volvió en una percepción demorada. Sintió un escalofrío y tuvo que hacer un esfuerzo para que el temblor no se extendiera.
-Prepárense para ser abordados.
Luis salió agachado de la cabina y trató de cubrirse detrás de un cajón, echado sobre la cubierta apuntó al reflector. Tomás estaba parado junto al mástil, su silueta quedaba claramente recortada por la luz blanca y en cuanto comenzaran los disparos no tendría la menor oportunidad de sobrevivir, pensó el marino.
-Repito, prepárense para ser abordados.
Tomás gritó-No pueden subir. -y su voz le sonó con un poder que se le antojó extraño.
El sonido del motor de la lancha patrullera se hizo más intenso, como si hubiera acelerado su marcha.
-No se resistan o dispararemos.
-Ya les dije, no pueden subir.
Luis se dispuso a disparar, la luz se extinguió y el motor de la lancha se detuvo, sintió que una corriente eléctrica lo recorría, quitó el índice de la cola del disparador y apoyó el arma en la cubierta. Se puso de pie y preguntó-¿Qué pasó?
Tomás se volvió hacia él y dijo-No quisieron escuchar...
-¿Pero qué les pasó?
-No sé, ni quiero saberlo, pero ya no nos perseguirán... de eso esté seguro
Luis se quedó mirándolo pensativo y preguntó-¿Qué va a hacer ahora?
-Creo que tengo que volver a Malabrigo, necesito hablar con Cacho.
Luis le palmeó afectuosamente el hombro-Usted es de los nuestros. -prendió el motor eléctrico para levantar el ancla y los dos entraron en la cabina.
Al cabo de diez minutos de navegación comenzaron a ver lo que en un primer momento consideraron relámpagos sobre la costa malabriguense, luego el estruendo de detonaciones que estremecían el aire, más tarde líneas luminosas que cruzaban el aire de la noche y concluían en estallidos rojizos.
-¿Qué carajo es eso? -preguntó Tomás.
-Se están sacudiendo en la zona del fondeadero militar.
-¿Pero quienes?
-Supongo que las fracciones que responden a Metco y a Alsinoff...
-¿Una guerra civil?
-Hace rato que la prevemos...
-Por eso me ayudaron a salir de Malabrigo...
-Vea, compañero, usted ya había hecho lo suyo y tenía derecho a volver con su familia...
-Y ahora, ¿cómo sigue esto?
-Trataremos de permanecer al margen, va a ser difícil pero no hay cambio sin riesgo según dicen... ahora vamos a ver si conseguimos dejar al "Pamperito" cerca de la costa, vamos a tener que nadar unos metros, le anticipo...
-No va a ser peor que lo de lancha patrullera...
-Usté no pareció muy asustado.
-Lo estuve pero tuve que confiar...
-¿Está con usté, no?
Tomás se sorprendió por la perspicacia del marinero-¿Quién?
-Alguien, una presencia...
-Sí. Aunque no termino de entenderlo.
-Alguno de nosotros también lo tienen, pero no les gusta mucho hablar de eso...
-No es algo fácil.
-Entiendo, bueno, lo hecho hecho está. Ahora hágame un favor mientras acerco el "Pamperito" a la costa, agarre los dos chalecos salvavidas que están en aquel armario. Ese, sí, están un poco viejitos pero nos ayudarán a flotar hasta la costa.
Tomás le alcanzó un chaleco a Luis y comenzó a ponerse el otro, mientras lo ajustaba, preguntó-¿Hay algún punto de reunión fijado?
-Claro, la encrucijada, los que ven más lejos piensan que allí podremos refugiarnos de la guerra.
-Espero que tengan razón.
-Yo también, compañero, yo también, bueno, creo que esto es lo más cerca que podemos llegar.
-¿Bajo el ancla?
-Sí, el Pamperito ya hizo lo suyo.
Tomás salió de la cabina y volvió a liberar el ancla, miró hacia la costa y vio que no estaban demasiado lejos, apenas unos cuarenta o cincuenta metros. Luis salió de la cabina y le alcanzó una linterna-Tómela, la necesitaremos cuando lleguemos a la playa, yo voy a tener que cargar con esta-dijo, llevaba en su mano derecha un envoltorio de plástico negro atado con bandas elásticas.
-¿Y eso?
-Pensé que podríamos sernos útiles si tenemos algún encuentro desagradable. Espero que no, ¿listo?
-Listo.
-Trate de no alejarse demasiado de mí.
Luis se arrojó por la borda derecha y Tomás lo siguió. El agua estaba fría pero casi no había oleaje y la suerte los había hecho coincidir con la pleamar, consiguieron hacer pie en menos de diez minutos.
-¿Y ahora? -preguntó Tomás.
-Y ahora a seguir caminando porque si no nos vamos a congelar.
-¿Por dónde?
-A la izquierda, a un par de kilómetros tiene que haber un sendero que nos va a sacar de la playa, por suerte la luna está casi llena y va a ser más fácil ubicarlo.-Luis deshizo el paquete y se guardó dos cargadores en el bolsillo de la campera, el cañón de la ametralladora reflejaba apenas el resplandor lunar.
Caminaron por la playa y pronto entraron en calor; tal como había dicho Luis había un sendero que atravesaba el bloque de rocas y con un poco de esfuerzo pudieron acceder a la planicie. Mientras subían vieron el resplandor de las explosiones en las cercanías del puerto pero también hacia el centro de la ciudad. -La puta madre. -dijo Luis.
Siguieron la marcha por la banquina de la costanera y cuando ya comenzaba a clarear giraron a la derecha por el camino vecinal que llevaba a la encrucijada desde el Este. Estaban cansados y hambrientos; ansiosos por llegar para saber que era lo que estaba pasando en Malabrigo, ninguno de los dos lo dijo pero temían que la encrucijada no hubiera sido un refugio suficiente.

sábado, 23 de febrero de 2008

23.

Lopresti se sabía un tipo disciplinado, por eso le resultaba exasperante la obsesión que experimentaba respecto al extranjero, y la muerte de Diana no había hecho más que acentuarla. Se levantó, se puso un sobretodo gris y salió.
En la recepción de la morgue había un niño de no más de diez años, delgado y rubio sentado en un sillón de espaldas a la ventana, frente al escritorio había un hombre alto y delgado hablando nerviosamente con el encargado-Quiero que me entienda, póngase en mi lugar, hace poco mi mujer comenzó a trabajar para la administración, ayer a la noche a la noche la llamaron para que cumpliera una tarea, y hace dos horas me llamaron y me dijeron que había sufrido un accidente y que tenía que venir aquí a reconocer su cuerpo, ahora usted me dice que no puede autorizarme a verla. ¿Por qué no se ponen de acuerdo con la policía? Llame a quien tenga que llamar pero resuelva esto...
-Vea, señor, lo entiendo perfectamente pero no puedo hacer nada sin autorización superior por escrito.
-¿Pero no entiende que no sé si mi hijo tiene que seguir esperando o llorar a su madre?
Lopresti intervino-Perdón.
El empleado lo saludó con respeto-Señor Lopresti.
-Señor...
-Arrieta. -dijo el hombre reclamante extendiendo la diestra para estrechar la mano de Lopresti.
-Lopresti, mucho gusto. Escuché su problema y creo que podemos encontrar la solución...
-Tendrá que firmar usted el formulario. -dijo el empleado confuso ante el cambio de la situación.
-Claro, claro, démelo y usted acompañara al señor a reconocer el cuerpo.
-Sí, señor. -asintió el empleado y le entregó un tablero de cartón sobre el que estaba prendida una hoja de papel impreso; luego le indicó a Arrieta que lo siguiera por un estrecho pasillo hasta una puerta posterior.
Lopresti firmó la planilla, dejó la carpeta sobre la mesa de la recepción y se volvió hacia el niño sentado junto a la ventana. Era sorprendente el parecido; tal vez con el tiempo se fuera diluyendo, pero esos ojos jamás dejarían de parecerse a los de la madre. O tal vez no eran los ojos sino la expresión.
Apartó la vista del niño, no quería molestarlo ni aproximarse a él sabiendo lo que debería enfrentar y encendió un cigarrillo.
El tiempo se deslizó con lentitud en un espacio mudo; luego oyó la puerta del extremo del corredor y vio a Arrieta caminar con lentitud secándose las lágrimas con un pañuelo blanco, tratando de recomponerse.
Cuando estuvo próximo a él, Lopresti dijo-Lo siento.
-No puedo creerlo, no puedo creerlo. -aseveró Arrieta y comenzó a sollozar.
-Vamos, hombre, tiene que ser fuerte por su hijo.
-Sí, sí, tengo que pensar en él, claro.
-Ahora lo va a necesitar más que nunca.-dijo Lopresti mientras estrechaba de nuevo la mano de Arrieta y sentía una poderosa necesidad de reírse a carcajadas que consiguió contener a duras penas hundiéndose las uñas en la palma de la mano izquierda, acción con la que también consiguió componer una modesta expresión de congoja.
-Gracias. -dijo Arrieta y caminó hacia el chico, se agachó frente a él y lo abrazó con fuerza. Lopresti, incapaz de contener la risa si dejaba que aquella tierna escena familiar siguiera captando su atención, se dirigió al empleado-Necesito ver el cadáver.
-Pensé que usted no necesitaba comprobación, ¿o que es que esta va para el consumo?
Lopresti, que siempre iba armado con una pistola automática con balas explosivas, se demoró unos segundos pensando qué efecto producirían en la cabeza de aquel miserable empleaducho, luego se acercó a él, como si fuera a besarlo y le dijo, en voz baja pero con una dicción exacta y precisa-La mujer que está ahí dentro ha sido una eficiente agente del Consejo Ejecutivo y ha muerto con valentía actuando bajo mis órdenes, de modo que no se le ocurra insinuar de ella el menor rasgo de cobardía, ¿comprende?
El empleado, que comprendió con rapidez lo cerca que estaba de convertirse en uno de los próximos habitantes de la habitación refrigerada de atrás, empalideció y por unos segundos no pudo articular sonido.
-¿Comprende?
-Comprendo, comprendo, señor.
-Así me gusta, ¿ve como hablando se entiende la gente? -aprobó Lopresti, pasó al lado de la mesa y caminó por el pasillo hacia la puerta posterior.
El cuerpo estaba en la tercera bandeja a la izquierda, el rostro se veía apacible y distendido, la palidez mortuoria era apenas un tono menor que el color habitual de la piel de Diana. Loprestí corrió la sábana y expuso a la luz de los tubos fluorescentes el cuello y los pechos. Perfectos, pensó con entusiasmo, siguen siendo perfectos. Arrojó la sábana al piso y dejo el cuerpo desnudo por completo, sus ojos buscaron con ansiedad la línea rosada de la entrepierna y los mantuvo fijos allí durante un instante. Luego caminó hasta el extremo anterior de la camilla, se inclinó sobre el cadáver, apoyó las manos sobre la cara interna de los muslos y separó las piernas. Se quitó el sobretodo, el saco; se aflojó el cinturón y comenzó a bajarse los pantalones.
Cuando terminó, se vistió y llamó por teléfono celular a un empleado que se encargaba de la preparación de los cuerpos para el ritual y le ordenó que acondicionara el cuerpo para que fuera entregado a la familia en una hora. Se sentía distendido y energizado, dispuesto para la caza del extranjero.


martes, 19 de febrero de 2008

22.

Alsinoff encendió un cigarrillo y permaneció de pie en el centro de la celda, pensativo, la vista fija en el bulto cubierto por la manta de lana ocre sobre el camastro. Por un momento creyó percibir que ningún movimiento lo animaba y la alegría comenzó a abrirse paso como una sensación de distensión en el pecho. La frustración la reemplazó de forma abrupta: el bulto se movió, la manta fue desplazada por unas manos temblorosas y sintió los ojos del hombre recostado sobre él. Alsinoff sonrió con fastidio y permaneció en silencio.
-Gracias por la visita... querías saber si todavía estaba vivo...
-Exactamente, un gesto de educación.-respondió Alsinoff y comenzó a caminar por la celda-¿Qué pasó con el joven?
-Supongo que se aburrió.
-¿Sabías que esto pasaría?
-Para serte franco, no, tuve alguna sospecha pero no pensé que sería capaz de abandonarme...
-¿Abandonarte?-preguntó Alsinoff .
-Era mi testigo.
-Fallaste en su manipulación entonces...
-¿Dónde está?
-Lo perdimos. -respondió Alsinoff y arrojó lo que restaba del cigarrillo al inodoro.
-Demasiadas variables... -comentó Metco pensativo.
-No entiendo.
-Malabrigo se ha convertido en un juego de demasiadas variables.
Alsinoff sospechó que si seguía esa línea de pensamiento no tardaría en caer en la inseguridad y la duda. Encendió otro cigarrillo y aspiró la primera pitada con fuerza.
-Supongo que no confiás en mi diagnóstico.
-¿Por qué debiera creerte? Estás acabado y tratás de negociar la forma de tu muerte...
-Ah, la eterna sospecha, hacés bien en desconfiar pero harías bien en mantener una actitud más abierta...
-Desconocía tus dotes proféticas...
-No las tengo, sólo puedo hacer una proyección sobre las variables que conozco.
-¿Qué buscabas entonces con la destrucción de las máscaras?
-El caos que origine la aparición de un orden nuevo...
-¿Qué tiene de malo el actual?-pregunto Alsinoff y se sentó en el catre frente a su rival.
-No entiendo la pregunta, ¿acaso no conocía el Consejo mi proyecto de destrucción de las máscaras y de todos modos me permitió actuar?
-Eso es un sofisma, Metco y bien lo sabés, permitimos la destrucción de las máscaras para acceder a un nivel superior; para nosotros es meramente un sinceramiento necesario.
-Lo siento pero fracasarán...
-¿Cómo podés saberlo?
-El ritual máximo ya no servirá para alejar la anomalía; de hecho he documentado suicidios entre miembros del Círculo Interior...
Alsinoff se puso de pie con violencia-Estás mintiendo...
-¿Qué interés tendría en hacerlo?
-¿Cómo no llegó esa información al Consejo?
-No son los únicos en saber trabajar en secreto.
Alsinoff sonrió con escepticismo-Fue un buen intento.
-Puedo darte la ubicación de los archivos.
-¿Por qué lo harías?
-Para tener una ejecución pública, limpia y notoria.
-Estás loco. -dijo Alsinoff con repugnancia.
-Puede ser, pero tengo la información...
-¿Qué te hace pensar que me interese?
-Nada, en verdad, tengo una oportunidad y trato de aprovecharla.
Alsinoff salió de la celda, caminó por el pasillo, saludó al guardia que controlaba el portón de acceso y llegó a la calle. Caminó hacia un auto negro y contundente en su esfuerzo por exhibirse como símbolo de poder estatal (dimensiones, brillo de cromados y pintura), el chofer lo esperaba junto a la puerta trasera-¿A dónde lo llevo, señor?-preguntó mientras abría la puerta.
-Dé una vuelta por la ciudad, necesito pensar.
-Como usted diga, señor.
Recorrieron las calles desiertas y ventosas, pasaron frente a la Casa del Concejo, el Parque Central, el centro comercial y siguieron por la ondulante avenida costanera. Perdida la vista en el gris pizarra del mar, Alsinoff ordenó al chofer que condujera hasta la encrucijada.
-¿La encrucijada, señor?
-¿Qué, le llama la atención, Verduk?
-No, sólo que nunca lo llevé allí, señor.
Alsinoff se preguntó si el chofer, uno de las más disciplinados cuadros del círculo interior temía visitar el cementerio de los suicidas-La encrucijada forma parte de Malabrigo. -dijo.
-Claro, señor, una parte lamentable que pronto será superada.
Alsinoff intentó sin éxito (parecía ser un día apropiado para el fracaso) determinar si lo dicho por el chofer había sido la enunciación de una convicción sincera o de la lealtad preestablecida que debía frente a un superior.
El auto ascendió por el extremo norte de la costanera, con el mar a su derecha y el viento que soplaba con fuerza desde el sudoeste haciendo vibrar apenas la pesada carrocería.
Alsinoff bajó del auto y comenzó a caminar entre las tumbas en el sector que se destinaba a las más recientes; se había puesto sus anteojos de marco de oro y leía las lápidas con avidez, tratando de contener la angustia que asumía la forma de un intenso ardor estomacal. No encontró ningún nombre que pudiera identificar como integrante del círculo interior. Claro que los nombres podían haber sido modificados para ocultar la novedosa anomalía. Sólo quedaba volver a su despacho y rastrear algún registro en los archivos. Lo dicho por Metco podía ser un intento desesperado por creer que aún conservaba algo de poder pero también podía ser cierto. Alsinoff se estremeció y supo que el estremecimiento nada tenía que ver con las condiciones climáticas.
Subió al auto y ordenó. -A casa, Verduk.
-¿Al palacio Zorroquín?-preguntó el chofer sorprendido por la directiva
-No, a mi casa.
-Claro, señor.
Es un suboficial de los mejores, se dijo Alsinoff, está sorprendido y quizás atemorizado pero mantiene las formas con eficiencia; sintió un afecto sin dobleces hacia aquel hombre y un orgullo carente de modestia por la eficiente labor que había desarrollado en su formación. Claro, pero tenés que ver a Amelia. Ella había sido su esposa durante casi treinta años y si bien no podía precisar con exactitud qué era lo que había llevado a ambos a la unión marital; estaba convencido de que, de algún modo, ambos habían salido ganando. Sonrió; Amelia, la que a medida que envejecía iba definiendo con más exactitud su aspecto de bruja a pesar de los obsesivos cuidados que llevaba respecto a la estética de su cuerpo y ropas. Alguna vez, una noche de copas seguramente (el recuerdo era difuso) había pensado en ella como Lady Macbeth; con el tiempo sólo podía imaginarla como una de las brujas propiciatorias. La odiaba, cierto, y ella le correspondía, pero al mismo tiempo la necesitaba y esa necesidad y su conciencia no eran más que un alimento del odio. Un círculo vicioso que no tenía voluntad de romper; lo había intentado pero ya no. Lo aceptaba como una fatalidad, como una condena inapelable y perversamente placentera.
El auto se detuvo, a través de la verja pudo verla vestida con ropa de trabajo dándole indicaciones al viejo jardinero. Y una vez más, Alsinoff percibió uno de los motivos, tal vez no el menos importante, del odio que sentía respecto a Amelia: la familiaridad respecto a los subordinados.
Bajó del auto, le indicó a Verduk que lo esperara y se acercó a la verja; Amelia le sonrió divertida y se acercó a la verja para abrir el portón.
-Hacía rato que no aparecías por aquí, algo grave debe estar pasando -saludó Amelia con una voz clara que los años no habían conseguido desgastar.
-No esperaba un recibimiento tan acusador, veo que no cambiaste.
-No siempre se recibe lo que se espera, estás grande y ya debieras saberlo.-respondió Amelia mientras abría el portón.
-Por favor, no hablemos de esta forma en presencia de extraños. -pidió Alsinoff con un susurro exasperado.
-Está bien, ¿ querés tomar un café?
-Sí, claro.
Amelia caminó por el sendero de lajas hasta la puerta frontal de la casa y Alsinoff viéndola caminar delante confirmó que sus poderes brujeriles continuaban intactos.
Se sentó en un sillón junto a la ventana, y le desagradó recordar que era su sillón preferido cuando se habían mudado a esa casa y los dos eran jóvenes, creían que estaban enamorados y su ascenso en el escalafón parecía no tener límites. La amargura se acentuó cuando supo por qué estaba ahí, con el pocillo de café entre las manos (su pulso había perdido firmeza en los últimos años); necesitaba hablar con Amelia, comentar lo que lo preocupaba. Y en cierta manera, esa necesidad la volvía a poner en el papel de Lady Macbeth.
-Si lo que te dijo Metco es cierto desordenará toda tu proyección. -dijo Amelia luego de escucharlo con atención mientras dejaba el pocillo sobre la mesa ratona.
-Estuve en la encrucijada.
-¿Y confirmaste lo que te dijo?
-No.
-Tal vez Metco mintió.
-Quisiera creerlo.
Amelia lo observó en silencio: está viejo, viejo y vencido. Siempre me necesitó aunque nunca se atrevió a admitirlo. Y ahora tengo la oportunidad de demostrar mi poder sin límites, entonces ¿por qué me siento tan vacía?-¿Qué vas a hacer entonces?
-Intentaré ubicar la información en los archivos...
-¿Y si no la encontrás pero es cierta? Tendrás que pactar con Metco...
-Ese hijo de puta va a salir ganando de nuevo...
-Bueno, al menos podés pensar que tal vez sea su último triunfo...
Alsinoff sonrió abatido-Tal vez, sí, tal vez... bueno, gracias por escucharme, chau-se puso de pie y caminó hacia la puerta.
-Victor.
-¿Qué?
-Cuidate.
-Gracias, lo haré.
Mientras el auto dejaba la casa atrás, Alsinoff notó que era la primera vez que Amelia daba muestras de cierta preocupación afectiva por él desde el suicidio de su hijo único, quince años atrás.
La forma en que Gonzalo había decidido matarse había impedido que su cadáver pudiera ser utilizado para el ritual: se había arrojado con su auto deportivo siguiendo derecho en una de las curvas más cerradas de la costanera sobre el acantilado. La caída de setenta metros había transformado a conductor y vehículo en una masa indiferenciada de metal, cristal y carne; Alsinoff había dirigido personalmente las operaciones de los bomberos para que rescataran la mayor parte de lo que había sido su hijo. El dolor casi lo había enloquecido, aunque nadie lo supo o apenas lo sospechó; al cabo, se sintió fortalecido en su voluntad de poder.
-El teléfono de emergencias, señor.
-¿Qué?
-Está llamando el teléfono de emergencias

sábado, 16 de febrero de 2008

21.

La mujer quedó inmóvil, un charco de sangre se extendió bajo el cuerpo. Tomás no podía ver el rostro pero de alguna forma sabía que los ojos estaban abiertos y las pupilas dilatadas; así continuarían hasta que la muerte avanzara en su trabajo.
Pasados unos minutos se abrió el portón al otro extremo del pasillo y dos hombres uniformados caminaron hacia la celda con una lentitud próxima a la resignación; cuando estuvieron próximos a Tomás evitaron mirarlo, tomaron el cuerpo por las extremidades y se lo llevaron. Luego otro hombre trajo un balde y un trapo y limpió la sangre del piso.
Tomás desprendió las manos de los barrotes y sintió un repentino dolor en los dedos: estaban pálidos y marcados por la forma de los barrotes, comenzó a frotarse las manos, caminó hasta su litera y se sentó.
Metco carraspeó como si se dispusiera a hablar, pero se limitó a sacar un cigarrillo del bolsillo de la camisa. Lo observó con atención, como si se tratara de un artefacto propio de una cultura apenas conocida, lo hizo un bollo y lo arrojó al inodoro. Tomás notó que el rostro del viejo exhibía una palidez poco habitual.
-¿Es evidente, no? –preguntó Metco con voz cansada.
-No sé de qué habla.
-Supongo que está en su derecho.
-No se ponga melodramático… ¿por qué no hizo que lo mataran antes de que lo detuvieran?
-Nunca dije que fuera valiente, además es muy difícil desprenderse de la soberbia, ahora mismo creo que seré capaz de resistirlo…
-Me alegra que siga firme en su propósito.
-Es lo que me mantiene cuerdo…
-Bueno, es un modo de decirlo…
-Tampoco tiene que ser tan astuto todo el tiempo.
-Es el lugar, casi siempre soy un buen muchacho…
-¿Cree que nunca existió un lugar como Malabrigo?
-La verdad es que no sé pero como excusa me suena bastante primaria…
-Tal vez lo sea, pero incapaces de comprender la naturaleza profunda de este lugar tampoco podemos establecer una relación causal entre nuestras acciones y los hechos que devienen posteriormente…
-¿La mala fe lo hace ponerse pomposo?
Metco sonrió con tristeza y esta vez consiguió identificar un cigarrillo y su función específica, lo encendió y le dio una pitada, luego dijo-La mala fe es imprescindible para el ejercicio del poder… el poder, lo único real en Malabrigo, hasta su abuelo participó de la contienda.
-Parece que él tuvo algún éxito
-Tiene usted un fino sentido del humor, no me cansaré de decírselo y una agudeza contundente, claro... pero continúo, me es necesario... el poder es la droga más adictiva yo comencé a degustarla de niño, mi padre me legó su adicción con habilidad... siempre ha sido así y siempre lo será....
-¿Y entonces para qué ha desactivado las máscaras?
-Pensé que era necesaria una renovación.
-Supongo que no estará arrepentido...
-No, en absoluto, el poder es la droga más adictiva.
-Por eso las desactivó...
-Claro.
Tomás se puso de pie y caminó hasta las rejas, preguntó--¿Qué le parecería si lo liberara rápidamente de todo sufrimiento?
Metco bajó la vista, Tomás continuó-Ha sido hábil para retenerme aquí, pero ya está, se acabó, fue suficiente.
-Usted tiene que quedarse, tiene que permanecer aquí. -gritó Metco y se levantó.
-No sea patético, Metco.
-No puede irse, esta es también su historia.
-Su problema es la incapacidad para pensar fuera del esquema en que se ha encerrado...
-Tendrá que matar para salir de aquí, ¿no recuerdo lo que le pasó a la mujer?
-¿Ahora se pone humanitario?, vamos, no sea payaso.
-Usted no puede irse. -gritó Metco y se arrojó sobre Tomás, antes de tocarlo fue arrojado con violencia hacia atrás y cayó pesadamente sobre el camastro. Tosió y empezó a respirar con dificultad.
-Ya está, Metco, lo que temió ya ha ocurrido, aunque no quiera verlo, su ceguera ya no funciona.
El viejo lo miró aterrorizado, las pupilas dilatadas, la boca entreabierta, su tórax sacudido por convulsiones.
-Eso sí, no intente matarse, sería redundante.
Tomás empujó la reja que se abrió con facilidad y caminó hacia el extremo del corredor. Se sentía afilado y poderoso, como un cuchillo recién forjado.
Las cosas cambian de lugar o adquieren, sencillamente, el lugar que les corresponde. La vibración se multiplica en láminas longitudinales de ozono, el sabor férreo de la sangre joven vuelve en oleadas ahora nauseabundas. El dolor es una corriente eléctrica habitando cada centímetro de su cuerpo de setenta años, cada tejido es tensado por arcos de acero que actúan como verdugos de pedernal, seculares y sabios. No, yo, no, Eduardo Metco se disuelve en dos vocablos sin peso, y cuando cree (o ansía) estar a punto de apagarse, vuelve a la conciencia de su dolor innominado.
Tomás vagaba por las calles desoladas intentando acomodar sus pensamientos a la acción que había presenciado, a la que sabía que se estaba desarrollando y a la que sospechaba. No le había resultado difícil salir de la prisión, y aquella facilidad le había hecho sospechar que todo el orden del poder que, en teoría, sojuzgaba Malabrigo mostraba hilachas notables. Metco había mostrado un juego sutil y elaborado pero sus reemplazantes parecían carecer de sus capacidades. O tal vez la cuestión en que los había aventajado Metco era simplemente su aparición. En cierta forma, yo soy una aparición espectral de una consistencia imprevista. Aquella inferencia le pareció dudosa, como si la aparición de la mujer frente a su celda, su muerte, la huida fácil hasta lo absurdo, no fueran más que otra puesta en escena.
Tropezó con el cordón de la vereda y tomo conciencia de que había cruzado la calle sin mirar a los lados, precaución inútil ante la desolación imperante. Tengo que salir de aquí de alguna forma, si consigo llegar al hotel podría llegar a conseguir un auto para llegar hasta el aeropuerto, pero:¿habrá alguien capaz de operarlo? Paso a paso, se dijo, y caminó hasta un teléfono público, levantó el tubo y comprobó que la línea estaba muerta. Golpeó el tubo contra el tablero hasta que consiguió quebrar la cubierta plástica y quedó en sus manos la estructura metálica, lo arrancó y lo arrojó al medio de la calle.
Se sentó en el cordón de la vereda y se agarró la cabeza con las manos. Tiene que haber una forma de salir, tiene que haber una forma de salir, repitió como una oración intentando evocar al poder que lo había mantenido con vida en ese lugar repugnante. Al cabo de unos minutos se puso de pie y siguió caminando, accedió a una plaza y a una veintena de metros vio a una mujer y un hombre sentados en un banco. Eran los primeros seres vivos que encontraba desde la salida de la cárcel, exceptuando, claro, a un setter irlandés rojo que había cruzado como un fuego fugaz ante él. Se acercó a la pareja y ellos lo observaron con atención mientras se acercaba a la distancia suficiente como para poder comunicarse sin necesidad de gritar.
-Buen día.
El hombre robusto de barba y largo pelo entrecano lo saludó-Buen día, sentate.
Tomás se sentó en un extremo del banco, junto al hombre, consciente de la mirada interesada que le dirigía la mujer desde el otro extremo.
-Son las primeras personas que veo en varias cuadras...
-Sí, es un día raro... ¿estabas paseando?
-No, no al menos voluntariamente, estoy intentando salir de la ciudad...
-Me pareció que no eras de aquí...
Tomás no supo si lo que había dicho el hombre era cierto, pero no tuvo ánimo como para poner en palabras su duda.
-El aire está cambiando... -comentó el hombre.
-No sólo el aire... -respondió Tomás.
El hombre lo miró en silencio, la mujer se movió nerviosamente en el asiento.
-Puedo ayudarte a salir...
-¿Cómo?
-En el puerto podemos encontrar algún pesquero que te lleve hasta Azuria.
-¿Encontraremos gente dispuesta a tripularlo?
-Podemos, a unas cuadras tengo el taller, me dejaron una pickup de clavo, puedo alcanzarte hasta el puerto...
-No tengo mucho dinero.
-No te preocupés, si encontramos alguien capaz de sacarte de Malabrigo no va a ser necesario...
-Gracias, soy Pablo Durrell. -dijo Tomás extendiendo su diestra.
-Oscar Ojeda. -se presentó el hombre mientras estrechaba la mano de Tomás-pero todos me dicen Cacho.
El apellido de Oscar produjo una resonancia persistente en la conciencia de Tomás hasta que se liberó de aquel ruido diciendo-Ojeda es el apellido del sargento, del único sobreviviente de la batalla contra Azuria en el frente norte.
Cacho sonrió satisfecho y replicó-Y Durrell era el apellido del gringo que se casó con la hija de Pablo Arregotiía y se la llevó de Malabrigo...
Irma los miró a los dos, y notó que entre ellos se había originado una energía tensa. Permanecieron en silencio, como si midieran la fuerza que podrían cargar las palabras que siguieran a partir de entonces.
Irma explicó-Cacho nunca tuvo que usar máscaras.
-Lo sé. -respondió Tomás.
-Estoy rodeada. -dijo Irma.
-¿Así que vos sos el nieto de Pablo? -preguntó Oscar.
-Ese soy yo, y vos sos el hijo de Ojeda...
-Ese soy yo.
-Ustedes también tienen que irse
-Podríamos, claro, pero si aguantamos hasta ahora... -dijo Cacho, y Tomás comprendió.


viernes, 15 de febrero de 2008

20.

Diana vio como el guardia en su pequeña cabina iluminada con una fantasmal luz azulada apretaba la tecla que accionaba el portón eléctrico, que comenzó a moverse con una lentitud exasperante. El aire estaba frío pero percibió que unas gotas de sudor se le escurrían por la frente, cuando el acceso estuvo libre atravesó el umbral con paso decidido; su voluntad era fuerte y se había acrecentado a partir de la iniciación como si desde entonces fuera con plenitud una con Malabrigo. Se pasó la mano derecha por la frente y la secó en el pantalón.
La ejecución del extranjero le permitiría acceder a instancias superiores; Lopresti le había dicho que su designación había sido el resultado de una exhaustiva selección entre más de cuatrocientos aspirantes y esa información aún no dejaba de sorprenderla. No podía convencerse del todo de su propia importancia.
El pasillo estaba iluminado apenas con lámparas que desparramaban una luz mortecina sin disolver por completo la oscuridad; sus pasos, a pesar de estar calzadas con zapatillas de suela de goma, producían un sonido perceptible. Se detuvo e hizo una inspiración profunda tratando de encontrar el equilibrio profundo, consiguió relajarse y reemprendió la marcha.
Cuando distinguió los barrotes que limitaban la celda de aislamiento desplazó la corredera de la sub-ametralladora hacía atrás y puso el índice de la mano derecha sobre la cola del disparador. Entonces comenzó a recitar el mantra necesario para motivarse.
-Alguien viene -. dijo Metco.
-Cambio de planes, supongo -comentó Tomás que había oído el desplazamiento del portón y luego los pasos livianos sobre el cemento del corredor –Es una mujer.
-No sabía que tenía un oído tan agudo.
-Últimamente parece tener dificultades para prever…
Tomás se puso de pie y caminó hasta la reja: la mujer era delgada y menuda, estaba vestida con una especie de uniforme militar negro y llevaba un arma entre sus manos; se detuvo y lo apuntó. Tomás movió la cabeza de un lado al otro y suspiró fastidiado.
Diana apuntó y se dispuso a disparar.
Tomás supo que, de nuevo, el poder próximo a él se manifestaba, la mujer bajó su arma y luego la dejó caer; quedó inmóvil con los brazos a los costados y la mirada perdida.
Diana estuvo desnuda e inerme frente a una luz tan intensa que anulaba toda percepción de color, pero no había sido cegada, por el contrario, su visión se había agudizado a tal punto que había hecho innecesarios los ojos. Podía (estaba obligada a) ver lo que había emprendido a negar desde la infancia y no solo a ver sino también a tocar, oír, oler y gustar. La saturación perceptiva presionaba su consciencia buscando su aniquilación, pensó hijo, pensó muerte y se extinguió.
La mujer se tambaleó, despidió un chorro de sangre por la nariz y cayó. Tomás se miró las manos.
Metco, que estaba parado junto a él y observaba el cuerpo exánime, dijo-No, no cargue con esa culpa.
-Vino a matarme.
-Creo que sí.
-¿Lopresti?
-Puede ser, pero no es el único idiota.

Lopresti estaba sentado a su escritorio, había olvidado el cigarrillo en el cenicero y una columna de humo gris se elevaba con morosidad hacia el cielo raso en el aire inmóvil del despacho. La luz sin demasiada energía de una mañana nublada y ventosa atravesaba los cristales y se derramaba sobre las planillas que había estado consultando obstruida en parte por su sombra. Se había sentado de espaldas a la ventana contrariamente a lo que era su costumbre, sentía un raro rechazo por la mañana que había amanecido en Malabrigo. Temprano, luego de salir de su casa para caminar los dos kilómetros entre su casa y el despacho (como lo hacía habitualmente), había percibido una desolación agobiante: las calles estaban desiertas bajo la luz gris, hojas y trozos de papel giraban en remolinos provocados por el viento sudoeste. Y aún más inquietante había sido ver que nadie parecía interesado en hacer recuperar a Malabrigo la pulcritud que le era característica. Luego, un setter irlandés de pelaje rojizo había aparecido abruptamente en una bocacalle arrastrando una correa de cuero y se había alejado de la misma forma; después la aparición de un hombre robusto y de cabello largo y entrecano que caminaba junto a una mujer joven, delgada y rubia. El tipo se le parecía con levedad inapelable, como si fueran parientes lejanos pero la vestimenta (los vaqueros raídos, la campera de corderoy que alguna vez había sido ocre) indicaba con claridad que el individuo no estaba a su nivel.
Había escuchado con claridad cuando la mujer pregunto al hombre: “Es uno de ellos,¿no?” y al hombre responder afirmativamente.
El miedo, que se redujo un poco cuando avistó al guardia en su caseta de vigilancia, había vuelto luego de revisar las planillas. Ahora sabía que había sido ese miedo el que lo había impulsado a manipular a Diana y asignarle un blanco. Sabía también que al dar esa orden estaba desobedeciendo una orden expresa pero no ignoraba que su vertiginoso ascenso en la estructura gubernamental se debía en gran parte a su capacidad de tomar iniciativas propias.
Volvió su atención hacia las planillas que había elaborado el Departamento de Sociología Aplicada, el resultado era alarmante, claro, siempre y cuando se lo ubicara fuera de contexto; los de Prensa y Difusión tenían un lindo trabajo por delante, pero ya encontrarían la forma.
Sonó el teléfono, el guardia le informó que el señor Alsinoff había entrado al edificio (la voz expresaba temor y respeto, un efecto que Alsinoff despertaba conscientemente en sus subordinados), agradeció el aviso y cortó la comunicación; luego dispuso con cuidada desprolijidad las planillas sobre el escritorio e hizo algunas anotaciones ininteligibles en un block de notas.
La puerta se abrió silenciosamente y Alsinoff entró; y si bien era de estatura mediana y no precisamente atlético, su presencia pareció cubrir cada centímetro del despacho. Estaba, como era su costumbre, vestido con una traje azul oscuro y llevaba el pelo renegrido (artificialmente) peinado con prolijidad y fijador; los bigotes oscuros y tupidos estaban delineados con exactitud. Antes de hablar le dirigió una sostenida mirada reprobatoria, y Lopresti supo que Diana había fallado en su misión.
-Buenos días, señor Alsinoff –dijo poniéndose de pie.
Alsinoff le indicó que volviera a sentarse, se sentó en el sillón del otro lado del escritorio y habló con voz grave y profunda, enunciando con claridad las palabras, disfrutando del sonido de cada una de las sílabas. –Vea, Lopresti, siempre lo consideré un funcionario hábil, un tipo de mente ágil, rápido… y usted sabe que algunas veces, por esa razón, le dejé pasar faltas que hubiera considerado graves en otro… -se detuvo, creando el suspenso que consideraba necesario con éxito: Lopresti carraspeó y se movió nervioso en el sillón.
-¿Ya sabe por qué estoy aquí, no?
-Diana.
-Exactamente.
-¿Qué pasó?
-Vamos, Lopresti, no se haga el tonto.
-No, señor.
-¿Por qué lo hizo?
-Pensé que era necesaria la eliminación del extranjero.
-No le pagan para pensar, Lopresti, y ,espero que ahora se de cuenta.
-Creí que era urgente instrumentar las medidas necesarias para terminar urgentemente con la amenaza grave que constituía el extranjero.
Alsinoff sonrió con ironía-Instrumentar las medidas necesarias para etcétera, etcétera, Lopresti, ¿nunca pensó en leer en serio?
-No comprendo, señor.
-Está bien, no importa… dígame la verdad, Lopresti, ¿no fue su decisión por el enfrentamiento que tuvo con el extranjero, una cuestión meramente personal?
Lopresti bajó la mirada y dudo, si mentía su intento de engaño sería evidente ante la desarrollada perspicacia de Alsinoff pero si decía la verdad admitía la comisión de una indisciplina grave, dijo-No soporté la demostración de poder que ese tipo hizo ante mí.
-¿Pensó tal vez que su juicio era más apropiado para juzgar lo que correspondía hacer que el de su inmediato superior?
-No, señor, me dejé llevar por un impulso.
-¿Faltó a la disciplina?
Lopresti sabía que Alsinoff estaba disfrutando la situación, que no desperdiciaba la más mínima oportunidad de degustar cada fracción de poder que detentaba y eso lo hacía tan admirable y odioso.
-Sí, señor, falté a mi disciplina.
-¿No quiere saber qué pasó con la mujer?
-No, señor.
-Hace muy bien, no tiene derecho a saberlo.
-Sí, señor.
-Será castigado severamente.
-Lo merezco, señor.
-Muy bien, Lopresti, esa es la única actitud posible si aún quiere tener un futuro en la nueva Malabrigo . ¿Tenía alguna relación con la agente?
-Sólo sexuales, señor.
-Bien, esté atento y tenga cuidado. Lo veo más tarde.
Alsinoff se puso de pie y caminó hacia la puerta, lo hizo con lentitud, como si intentara dejar su presencia impregnada en el lugar; atravesó el umbral y marchó por el corredor hasta la salida. Saludó al guardia y ya en la calle se levantó el cuello del saco para protegerse del viento que soplaba desde el mar e hizo un gesto de desagrado al ver los papeles y hojas junto al cordón. Se dijo que no debía ponerse ansioso justo ahora cuando las cosas empezaban a resultar tal cual había sido previsto, salvo la demora en el suicidio de Metco, claro. Agitó la cabeza para desechar el pensamiento y le hizo una seña al chofer para que acercara el auto.
Lopresti se asomó a la ventana y vio como el auto negro se alejaba hacia la avenida costanera; Alsinoff se había ido pero su amenaza continuaba presente y la ambigüedad la hacía más atemorizante. Se dijo que no tenía excusas, había cometido un error grosero pero no podía encontrar la culpa necesaria para auto disciplinarse; tuvo que admitir que comenzaba a temerse.

martes, 12 de febrero de 2008

19.

La celda tenía unos pocos metros cuadrados, a Tomás le recordaba todas las celdas que había visto en películas: había una pequeña ventana cerrada con barrotes por la que se filtraba un halo de luz, dos cuchetas metálicas con colchones flacos empotradas en la pared, un inodoro en un ángulo y una lámpara que pendía del centro del rectángulo, cubierta por una red metálica cagada por las moscas, que derramaba una luz mortecina.
Metco estaba sentado en una cucheta con la espalda apoyada contra la pared y fumaba un cigarrillo.
Tomás estaba de pie aferrado a la reja, mirando el pasillo que se extendía hasta un portal de acero; el silencio era casi total, sólo reverberaciones lejanas que no podía adjudicar a causa alguna: persona, animal o artefacto. -¿Había previsto esto?-.preguntó.
-Sí, pero no tan pronto, supongo que me dejé llevar por el entusiasmo…
-Los hijos de puta me sacaron el cuaderno.
-No creo que lo necesite más, ya sabe lo suficiente.
-Ahora se hace el gracioso… nunca tuvo la menor intención de ayudarme a llegar a la Embajada…
-No.
-Mire, Metco, no soy un tipo violento, nunca lo he sido, pero la posibilidad de no poder volver a ver a mi hija…
-Lo entiendo, pero, ¿no se puso a pensar que su viaje a Malabrigo no fue solo motivado por una cuestión comercial?
-Lo único que falta es que me venga a hablar del destino o de la voluntad divina…
-Está bien, puede ponerse escéptico, está en su derecho, es una forma de defensa como cualquier otra… sólo le pido que piense y permanezca atento…
-Es lo que he hecho desde que llegué a este lugar de mierda y cada vez entiendo menos.
-¿Está seguro?, ¿ya pensó por qué no pudo dispararle Lopresti?
-Sí, claro que lo pensé y me asusta bastante la respuesta…
-Usted tiene poder y no se atreve a asumirlo…
-No lo pedí y no lo quiero.
-Lo lamento, Tomás, pero está usted en Malabrigo y no es un lugar que dé demasiada importancia a los deseos personales…
Tomás asintió en silencio y dijo-No entiendo para qué me necesita.
-Ya se lo dije, necesito un testigo.
-¿Para qué?
-Para que vea que no me suicido.
-¿Podrá no hacerlo?
Metco sonrió con tristeza y explicó-Tengo que intentarlo…
-Supongo que entonces Lopresti me quiere aquí por el motivo inverso.
-Exactamente, no pueden dejarme vivo pero quieren que muera según las normas, bah, que me cocine en mi propia salsa…
-¿Podrá resistir?
-¿Usted que cree?
Tomás lo observó con atención: el viejo se veía cansado, tenía ojeras profundas y las arrugas se habían acentuado, los ojos estaban enrojecidos pero conservaban un brillo vivaz. –No lo sé y no me interesa demasiado-.respondió. Se recostó en el catre con las manos entrelazados tras la nuca; pensó en Alicia y sintió alivio de que estuviera lejos de aquella tierra infernal y comprendió la aprensión de su madre respecto al viaje y se preguntó cuánto sabría de lo que ocurría en Malabrigo.
El horror se había hecho presente desde el momento en que había abordado el taxi en la salida del aeropuerto, antes de ver a la chica colgando de la ventana; era algo en la luz o en el aire, algo que parecía acechar detrás de cada manifestación sensible. Y luego todo había sido seguir un curso que parecía, como había insinuado Metco, prefijado. Aunque tal vez sólo esté intentando racionalizar de alguna forma el caos, lo importante ahora es encontrar una forma de salir lo más rápidamente de aquí, este lugar morirá muy pronto. “No!” La voz apareció con fuerza en su mente y lo estremeció como un choque eléctrico, el aturdimiento lo hizo incapaz de articular un enunciado del que pudiera ser consciente por unos segundos.
Si fuera capaz de invocar voluntariamente el poder que le impidió a Lopresti dispararme, si pudiera hacer que Pablo hablara con más claridad; bueno, siempre y cuando fuera Pablo. Lopresti, qué hijo de puta, crímenes y más crímenes, la inexorable matriz que recorre el pensamiento de los dirigentes de este lugar de mierda para superar cualquier conflicto. Una salida siempre impensable en términos humanos, pensó Tomás y luego se dijo que eso era inexacto, pobre, una exagerada simplificación y golpeó la reja con el puño derecho.
Tendido en el camastro Metco tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente pero no dormía; aunque hubiera deseado estar dormido y experimentando una pesadilla si hubiera tenido esa posibilidad. Debía controlarse porque la inquietud ante la inexorable aparición del horror sólo serviría para acercarla, y era eso, precisamente, lo que se proponían Lopresti y sus jefes, que se aterrorizara hasta que la desesperación lo llevara al suicidio. Disfrutó el pensamiento de saber algo que ellos ignoraban: pronto la antropofagia ritual demostraría su completa ineficacia para evitar la aparición de la anormalidad. Lo sabía porque lo había experimentado en forma creciente durante los últimos años y cada vez era menos capaz de librar esas batallas y mantener algún tipo de cordura; lo sabía también porque manejaba la información estadística sobre suicidios del grupo de población que había accedido al último procedimiento a nivel nacional.
Alguna vez había pensado que la muerte podía ser el final de todo pero hacía casi cuarenta años que no podía recurrir a esa idea para encontrar algún alivio, exactamente desde que había visto lo que se negaba a morir y aún reclamaba su lugar; a partir de entonces su consciencia había transcurrido en dos niveles diferenciados e inconciliables, el que seguía con fidelidad la línea trazada por su padre y las autoridades precedentes, el que le aseguraba los honores y privilegios que Malabrigo otorgaba a aquellos de sus hijos que le ofrendaban un compromiso pleno; el otro era el que acechaba en los momentos en que, sin quererlo, veía las evidentes grietas en toda la estructura. Había estado atento a esa creciente disolución y la había combatido con los medios disponibles, él había formado parte de la comisión que propuso la construcción de las máscaras y luego, cuando estas mostraron sus limitaciones, uno de los principales impulsores de la antropofagia ritual.
El final es el inicio pensó sorprendido y comenzó a reír con una risa que se transformó en una tos seca.