miércoles, 27 de febrero de 2008

25.

-Guerra civil es el término, claro -admitió Metco conteniendo la carcajada.
-Y usted será nuestro guía en esta instancia histórica -dijo el hombre delgado, de ojos entusiastas,chupando con fuerza su cigarrillo.
-Vea, Coretti, yo soy un cuadro político, no tengo formación militar.
-Usted encontrará la forma de guiarnos como ha hecho hasta ahora.
-Lo intentaré, sólo puedo decirles que lo intentaré. -aceptó Metco resignado preguntándose en qué terminaría todo ese caos. Desde la explosión que lo había librado de la tortura de la presencia espectral toda la acción había adquirido una velocidad insana: un grupo de hombres, mujeres y travestis (alguno de ellos uniformados) habían llegado hasta la celda y volado con una carga explosiva la cerradura. Estaban imbuidos de una violencia que les había impedido retirar las llaves de la sala de guardia, donde habían dejado los cuerpos sangrantes y decapitados de los centinelas. Luego abrazos, exclamaciones y la salida en andas del edificio.
En la calle una multitud que lo aclamó y lo vitoreó como a su líder y ahora la explicación del delirante comandante metcoíta que detallaba la situación en Malabrigo en el living de una casa tomada por el movimiento a diez cuadras del frente de batalla. Las detonaciones y el fuego de fusiles y ametralladoras se oían con una claridad que a Metco le resultaba excesiva.
-Hasta ahora hemos encontrado apoyo en la policía, y las fuerzas armadas, es como si se hubieran partido al medio, la mitad lo sigue a Alsinoff y la otra mitad es nuestra...
-¿Y usted cómo ha llegado al mando? No lo he conocido hasta hoy...
-No, jamás tuve la oportunidad de conocerlo, señor, yo era suboficial de la armada, encargado de la guardia del comando central y tuve que ajusticiar a todo el comando superior para plegar las tropas al movimiento, claro que no estuve solo... pero era la única posibilidad para que el cambio se impusiera de una vez por todas en Malabrigo.
Metco trataba de pensar con rapidez para poder hacerse una imagen completa de la situación pero su poder de concentración se escurría al tiempo que oía una carcajada, como un bajo continuo en su cabeza. Aquellos infelices estaban convencidos de que lo que él había dicho era cierto y no un argumento para destruir las máscaras y provocar el caos. Lo paradójico era que el desorden generado se había vuelto contra él en forma de halago, lo consideraban un prócer o ,peor aún, un guía espiritual. La jugada prevista, su negociación con Alsinoff y la entrega de los informes por una muerte indolora y pública se había hecho imposible.¿Qué podía importar su muerte o la confirmación de que miembros del Círculo Interior habían cometido suicidio? La guerra no resolvería nada porque se luchaba por nada, precisamente; el poder que Malabrigo había tratado de evitar durante toda su historia era lo único que se mantenía firme, el lo podía sentir con todo su peso y contundencia. Lo que volvía la cuestión al principio:¿qué era lo que buscaba ese poder? Si se había propuesto la destrucción del país estaba cerca de conseguirlo.
Coretti carraspeó con timidez sin atreverse a perturbar a su líder en su meditación.
-¿Si, Coretti?
-Perdón, señor, pero creo que necesitará conocer la disposición de nuestras tropas y las del enemigo.
-Veamos entonces.
Coretti desplegó un mapa sobre la mesa y comenzó a explicar-Nuestras tropas están sobre el lado oeste de la ciudad, controlamos el centro comercial, pero ellos han conseguido retener la mayor parte de los edificios gubernamentales...
-¿Y el puerto?
-Se combate allí, señor, controlamos los barcos anclados en el fondeadero militar pero estamos recibiendo fuego de algunos buques que estaban en alta mar cuando se inició el movimiento...
-Si conseguimos derrotarlos podremos bombardear sus posiciones desde el mar, claro, ¿y qué hay de la zona de la antigua fortaleza?
Coretti se sorprendió y adoptó la expresión de un alumno dedicado a quien se le marca un error grave.
-No sé, señor.
-¿No hay tropas enemigas allí?
-No lo sé, señor.
-Se nota, Coretti, que ha estado mucho tiempo encargado del trabajo de custodia, la antigua fortaleza es un punto estratégico, desde allí se controla visualmente toda la ciudad, además es un puesto excelente para emplazar un puesto de artillería. ¿Qué hay del interior?
-El Noroeste hasta la frontera con Azuria es nuestro, el enemigo controla el sur.
-¿Qué pasa con la fuerza aérea?
-Hasta ahora se han declarado neutrales y se han acuartelado en sus bases.
-Bien, envíe destacamentos a las bases que estén dentro de nuestro territorio. Tienen la opción de plegarse a nosotros o ser fusilados sumariamente...
-Pueden intentar destruir los aviones, señor.
-Sí o volar al extranjero, infórmeles entonces que las represalias las recibirán sus familiares.
-Brillante, señor, nada ni nadie pueden interponerse en el triunfo de nuestra causa. ¿Algo más, señor?
-No por ahora.
-Notificaré sus instrucciones, señor, permiso.
Coretti se puso de pie y salió de la sala, y a pesar de que había cerrado la puerta se escuchó su voz potente dando órdenes e instrucciones con entusiasmo desesperado. ¿Qué otra cosa puede hacer?, se preguntó Metco. Todos vamos a terminar de la misma manera: desnudos, ignorantes y rotos. La risa que lo corroía se hizo más intensa. Así que de nuevo jugando... una adicción francamente irresistible, el material miserable de tu vida, el vacío que busca formas que siempre se le escurren.

domingo, 24 de febrero de 2008

24.

Tomás bajó de la camioneta y se quedó pensativo observando el puerto. Tuvo la impresión de estar contemplando un gran cementerio náutico: los barcos se balanceaban sujetos a sus amarras sin presencia humana alguna.
-Vamos. -alentó Cacho-Por ahí tiene que estar el "Pamperito"...
Los tres caminaron por el espigón de cemento hacia al mar, al cabo de unos minutos Tomás notó que, al sonido del viento en los mástiles y aparejos, la queja de los cables y el chapoteo del agua contra las paredes del muelle, se agregaba la vibración de un motor; un poco después vio una columna de humo.
-Te están esperando. -anunció Cacho.
-Eso parece. -aceptó Tomás, se detuvo y preguntó-¿Qué van a hacer?
-¿De verdad te interesa?
-Sí, claro pero... -Tomás se interrumpió y bajó la mirada.
Irma dijo-Querés quedarte...
-Sí y no. No sé si lo que he vivido aquí ha sido real o no, pero sé que no podré dejar atrás sólo yéndome.
Cacho explicó-Fueron reales, Tomás, no te engañes...
-No contestaste mi pregunta.
-No creo que sea bueno que sepas más...
-Supongo que tenés razón...
Siguieron caminando y se detuvieron ante una lancha pequeña con dos grúas para redes, cajones de madera dispuestos en torno al único mástil y manchas de óxido en el casco y la cubierta. Un hombre delgado vestido con camisa y pantalones grises, tocado con una gorra de lana roja estaba parado junto a la cabina.
-¿Cómo va, Cacho?
-¿Qué hacés, Luisito, podés llevar al amigo hasta algún puerto en Azuria?
-Claro, un amigo tuyo es amigo mío, ya te lo dije por teléfono, es sencillo, con Pedro hicimos unos cuantos viajecitos hasta allá cuando escaseaba la pesca....
Tomás supo que el contrabando era el motivo de aquellas excursiones.
-Listo entonces, te presento a Tomás.
-¿Qué tal, Tomás? Cuando quiera, compañero, la máquina está lista.
-Vamos, entonces. -Tomás se volvió hacia Irma para despedirse y recién entonces la reconoció-Vos sos la chica que me atendió en el bar, a vos te pregunté sobre los audífonos.
Irma sonrió-Pensé que me había hecho alguien perfectamente olvidable.
-Disculpame.
-No te preocupes, espero volver a verte. -respondió Irma y lo besó en la mejilla.
-Yo también, bueno, Cacho, muchas gracias, espero que consigan cambiar las cosas...
-Lo intentaremos, por ahi podés volver a un lugar diferente.
-Eso espero.
Se estrecharon las manos y Tomás con un salto abordó la lancha, el balanceo lo hizo trastabillar y consiguió recuperar el equilibrio tomándose del mástil.
Luis liberó las amarras, saludó a Tomás e Irma y entró a la cabina, hizo retroceder la lancha con lentitud y luego la hizo girar y puso proa hacia la salida. Tomás permaneció en silencio mirando los rostros preocupados de Cacho e Irma, sintiendo que aquella partida no era correcta.
-Véngase acá, que va estar más cómodo. -lo llamó Luis.
La cabina era un sitio pequeño pero limpio y ordenado: al frente, debajo del parabrisas, había un tablero donde estaba el timón, un par de palancas corredizas, medidores de temperatura, presión y velocidad, en el extremo derecho un estante donde había una botella de ginebra, un manojo de llaves, un trapo y un ejemplar ajado y grasiento de cuentos de Hemingway. En la parte posterior había una mesa adosada al piso, dos butacas, un anafe de dos hornallas, un aparador y una heladera pequeña.
-Está linda la lanchita.
-Gracias, necesita una manito de pintura, pero ya se verá.
Luis se concentró en la maniobra, la lancha comenzó a dejar atrás la defensa del espigón y empezó a ser sacudida por la marejada, Tomás se tomó del tablero.
-Tranquilo, compañero. Esta borrasca es sólo una cosquilla para el "Pamperito"...
-Eso espero.
-Juá, había tenido sentido del humor el compañero.
-¿Qué es eso?
-El apostadero militar de la región central, parte de la flota debe estar de maniobra porque no se ven muchos de sus juguetes anclados.
-¿Juguetes?
-Son pibes grandes los milicos, desde la guerra contra Azuria se la pasan jugando con sus barquitos... aunque, quién sabe...
Tomás se preguntó qué sospechaba Juan pero se dijo que ya no quería saber más de Malabrigo y permaneció en silencio.
La lancha avanzó mar adentro cortando las olas que golpeaban el casco en forma sesgada.
-Tenemos que alejarnos unas millas de la costa para que el viento cruzado no nos tire contra la rompiente.-explicó Luis y luego alcanzó la botella de ginebra a Tomás-Si gusta...
-No, le agradezco.
-A veces es buena para el balanceo.
-Voy a ver si lo soporto sin ayuda.
-Como guste, cómo vamos no vamos a tardar ni tres horas en llegar a aguas de Azuria.
-¿Llegaremos antes de que anochezca?
-No, y eso va a ser lo bueno.
-¿Prevé problemas?
-Digamos que estoy atento, usted sabe cómo andan las cosas en Malabrigo, o cómo no andan, y no estoy seguro de que los del Consejo permanezcan inmóviles y le permitan a la prefectura descuidar las aguas territoriales...
-Espero que tengamos suerte.
El mar se veía de un gris pizarra interrumpido por la espuma que producía el viento al azotar y quebrar la superficie, la costa aparecía apenas como una línea ocre y verde a la izquierda.
Luis sostuvo el timón con la mano izquierda y con la derecha destapó el porrón y lo llevó a su labios, tomó un largo trago, carraspeó y lo volvió a dejar en el estante.
-¿Por que corre este riesgo? -preguntó Tomás.
-Es algo que tiene que hacerse, y cuando algo debe hacerse siempre se corren riesgos, supongo...
-No entiendo...
-Cacho me dijo, cuando llamó desde el taller, quién era usted y por qué tenía que dejar Malabrigo . Pensamos que debe hacerse y lo hacemos, así de simple.
-Le agradezco, pero no me parece justo.
-Justicia es una palabra que admite muchas interpretaciones y más que en ningún otro lugar en Malabrigo, de todos modos, no se preocupe, de un modo u otro todos nosotros corremos riesgo acá y eso es algo sobre lo que usted no puede hacer nada...
Tomás se preguntó si la incapacidad señalada por Luis era cierta, pero se dijo que ya había decidido alejarse del juego y no había vuelta atrás.
El tiempo transcurrió acompasado por el ritmo del motor, el embate irregular de las olas contra el casco y la disminución paulatina de la luz.
-En un viaje de rutina sería el momento de encender las luces de posición. -explicó Luis-Pero hoy nos arriesgaremos un poquito.
-¿Son aguas muy transitadas?
-Estamos fuera de temporada y a esta hora los pesqueros de Azuria ya han vuelto a sus amarraderos, por ahí nos cruzamos con algún velerito rezagado, pero si se atrevieron a salir con esta borrasca seguro que va a vernos antes de que choquemos, juá.
Tomás sonrió divertido ante la perspectiva ridícula de terminar ese viaje en el fondo del Atlántico y Luis rió con él.
-Epa.
-¿Qué pasa?
-Allí, a estribor. -señaló Luis extendiendo su mano derecha.
Tomás miró hacia el punto señalado y vio apenas una mancha oscura sobre el gris. -¿Qué es?
-Una lancha patrullera de la prefectura.
-¿Qué va a hacer?
-Intentaré acercarme a la costa, el viento amainó un poco, y por acá hay unas vueltas que por ahí nos tapan, espero recordarlas bien porque si no vamos a terminar encallando o rompiendo el casco contra las salientes.
La lancha giró hacia la izquierda y de a poco la costa se fue acercando; el viento había disminuido y eso parecía hacer más audible el sonido del motor. Tomás se preguntó cuánto tardarían los de la lancha patrullera en oírlo.
-Esperemos que el que esté a cargo de la lancha no conozca la costa como yo o no tenga demasiado interés en encontrarnos...
Tomás agarró la botella y dio un largo trago, luego se la alcanzó a Luis que no despreció el convite y luego le pidió-No me la pase por un rato, compañero. -y aferró el timón con las dos manos.
La costa avanzaba o retrocedía con lo que a Tomás le parecía una vertiginosidad mareante, la lancha giraba con docilidad, más de una vez pasó a pocos metros de peligrosas salientes de roca.
-¿Cree que los perdimos?
-No escucho el motor pero tienen reflectores y pueden encontrarnos antes de que lo escuchemos.
-Oscurece rápido.
-Sí, en unos minutos tendremos que decidir si anclamos o encendemos el reflector, no me animo a navegar por acá a ciegas.
Siguieron navegando por unos minutos sin escuchar otra cosa que el motor ni ver más que el perfil desdibujado de la costa.
La luz cayó sobre ellos con brillo enceguecedor, luego se oyó una voz de timbre metálico deformada por la amplificación del megáfono- No tienen autorización para navegar en estas aguas, aléjense de la costa, echen el ancla y prepárense para ser abordados.
-La reputa madre o estuvieron utilizando un motor eléctrico o yo soy un sordo de mierda.
-Cálmese, no tiene sentido que se preocupe, hagamos lo que nos dicen.
Luis tomó un trago de ginebra, giró el timón, sonrió con amargura y dijo-Ya está, compañero, seguramente pusieron la ametralladora del puente en línea con el reflector, a usted, seguramente lo mandarán en cana pero a mí me conocen bien y no se van a tomar demasiadas molestias. Usted haga lo que quiera, pero yo haré lo mío, tome el timón. -Tomás tomó el timón y vio que Luis caminó hacia la parte posterior de la cabina, abrió el aparador y sacó una ametralladora de cañón corto, tomó un cargador, lo colocó en el arma y la cargó. Tomó otros dos y los guardó en el bolsillo. Volvió al timón. Tomás lo observó un instante en silencio-No.
-¿No qué? -preguntó Luis con furia contenida.
-No, Luis, usted no sabe algo que ahora no le puedo explicar.
-Ah,¿si?
-Es natural que desconfíe de mí, no soy de Malabrigo y no me conoce pero le aseguro que no es necesario que usted muera...
-¿Qué propone entonces?-preguntó Luis escéptico.
-Yo me aseguraré que no aborden.
-Compañero, me parece que a usted le pego mal la ginebra, sin ánimo de ofenderlo...
-No me ofende, ¿de todos modos qué tiene que perder?, le daré tiempo para que los apunte mejor y pueda sorprenderlos.
-Como quiera...
El haz del luz del reflector los seguía y se acercaba, Luis detuvo el motor y dijo-Habría que echar el ancla.
-Déjeme a mí, usted quédese aquí, yo lo hago. -dijo Tomás y salió a cubierta.
-¿Está seguro de lo que hace?
-No.
Tomás liberó la traba de la cadena y el ancla cayó al agua con un sonido apagado. Permaneció parado junto al mástil mientras veía como la lancha patrullera se acercaba protegiéndose los ojos con la mano izquierda de la potencia del reflector. Aquí vamos de nuevo, espero que esta vez nadie resulte muerto. La imagen de la mujer desangrándose sobre el piso del pasillo de la prisión lo asaltó y le produjo náuseas, eructó y el sabor de la ginebra volvió en una percepción demorada. Sintió un escalofrío y tuvo que hacer un esfuerzo para que el temblor no se extendiera.
-Prepárense para ser abordados.
Luis salió agachado de la cabina y trató de cubrirse detrás de un cajón, echado sobre la cubierta apuntó al reflector. Tomás estaba parado junto al mástil, su silueta quedaba claramente recortada por la luz blanca y en cuanto comenzaran los disparos no tendría la menor oportunidad de sobrevivir, pensó el marino.
-Repito, prepárense para ser abordados.
Tomás gritó-No pueden subir. -y su voz le sonó con un poder que se le antojó extraño.
El sonido del motor de la lancha patrullera se hizo más intenso, como si hubiera acelerado su marcha.
-No se resistan o dispararemos.
-Ya les dije, no pueden subir.
Luis se dispuso a disparar, la luz se extinguió y el motor de la lancha se detuvo, sintió que una corriente eléctrica lo recorría, quitó el índice de la cola del disparador y apoyó el arma en la cubierta. Se puso de pie y preguntó-¿Qué pasó?
Tomás se volvió hacia él y dijo-No quisieron escuchar...
-¿Pero qué les pasó?
-No sé, ni quiero saberlo, pero ya no nos perseguirán... de eso esté seguro
Luis se quedó mirándolo pensativo y preguntó-¿Qué va a hacer ahora?
-Creo que tengo que volver a Malabrigo, necesito hablar con Cacho.
Luis le palmeó afectuosamente el hombro-Usted es de los nuestros. -prendió el motor eléctrico para levantar el ancla y los dos entraron en la cabina.
Al cabo de diez minutos de navegación comenzaron a ver lo que en un primer momento consideraron relámpagos sobre la costa malabriguense, luego el estruendo de detonaciones que estremecían el aire, más tarde líneas luminosas que cruzaban el aire de la noche y concluían en estallidos rojizos.
-¿Qué carajo es eso? -preguntó Tomás.
-Se están sacudiendo en la zona del fondeadero militar.
-¿Pero quienes?
-Supongo que las fracciones que responden a Metco y a Alsinoff...
-¿Una guerra civil?
-Hace rato que la prevemos...
-Por eso me ayudaron a salir de Malabrigo...
-Vea, compañero, usted ya había hecho lo suyo y tenía derecho a volver con su familia...
-Y ahora, ¿cómo sigue esto?
-Trataremos de permanecer al margen, va a ser difícil pero no hay cambio sin riesgo según dicen... ahora vamos a ver si conseguimos dejar al "Pamperito" cerca de la costa, vamos a tener que nadar unos metros, le anticipo...
-No va a ser peor que lo de lancha patrullera...
-Usté no pareció muy asustado.
-Lo estuve pero tuve que confiar...
-¿Está con usté, no?
Tomás se sorprendió por la perspicacia del marinero-¿Quién?
-Alguien, una presencia...
-Sí. Aunque no termino de entenderlo.
-Alguno de nosotros también lo tienen, pero no les gusta mucho hablar de eso...
-No es algo fácil.
-Entiendo, bueno, lo hecho hecho está. Ahora hágame un favor mientras acerco el "Pamperito" a la costa, agarre los dos chalecos salvavidas que están en aquel armario. Ese, sí, están un poco viejitos pero nos ayudarán a flotar hasta la costa.
Tomás le alcanzó un chaleco a Luis y comenzó a ponerse el otro, mientras lo ajustaba, preguntó-¿Hay algún punto de reunión fijado?
-Claro, la encrucijada, los que ven más lejos piensan que allí podremos refugiarnos de la guerra.
-Espero que tengan razón.
-Yo también, compañero, yo también, bueno, creo que esto es lo más cerca que podemos llegar.
-¿Bajo el ancla?
-Sí, el Pamperito ya hizo lo suyo.
Tomás salió de la cabina y volvió a liberar el ancla, miró hacia la costa y vio que no estaban demasiado lejos, apenas unos cuarenta o cincuenta metros. Luis salió de la cabina y le alcanzó una linterna-Tómela, la necesitaremos cuando lleguemos a la playa, yo voy a tener que cargar con esta-dijo, llevaba en su mano derecha un envoltorio de plástico negro atado con bandas elásticas.
-¿Y eso?
-Pensé que podríamos sernos útiles si tenemos algún encuentro desagradable. Espero que no, ¿listo?
-Listo.
-Trate de no alejarse demasiado de mí.
Luis se arrojó por la borda derecha y Tomás lo siguió. El agua estaba fría pero casi no había oleaje y la suerte los había hecho coincidir con la pleamar, consiguieron hacer pie en menos de diez minutos.
-¿Y ahora? -preguntó Tomás.
-Y ahora a seguir caminando porque si no nos vamos a congelar.
-¿Por dónde?
-A la izquierda, a un par de kilómetros tiene que haber un sendero que nos va a sacar de la playa, por suerte la luna está casi llena y va a ser más fácil ubicarlo.-Luis deshizo el paquete y se guardó dos cargadores en el bolsillo de la campera, el cañón de la ametralladora reflejaba apenas el resplandor lunar.
Caminaron por la playa y pronto entraron en calor; tal como había dicho Luis había un sendero que atravesaba el bloque de rocas y con un poco de esfuerzo pudieron acceder a la planicie. Mientras subían vieron el resplandor de las explosiones en las cercanías del puerto pero también hacia el centro de la ciudad. -La puta madre. -dijo Luis.
Siguieron la marcha por la banquina de la costanera y cuando ya comenzaba a clarear giraron a la derecha por el camino vecinal que llevaba a la encrucijada desde el Este. Estaban cansados y hambrientos; ansiosos por llegar para saber que era lo que estaba pasando en Malabrigo, ninguno de los dos lo dijo pero temían que la encrucijada no hubiera sido un refugio suficiente.

sábado, 23 de febrero de 2008

23.

Lopresti se sabía un tipo disciplinado, por eso le resultaba exasperante la obsesión que experimentaba respecto al extranjero, y la muerte de Diana no había hecho más que acentuarla. Se levantó, se puso un sobretodo gris y salió.
En la recepción de la morgue había un niño de no más de diez años, delgado y rubio sentado en un sillón de espaldas a la ventana, frente al escritorio había un hombre alto y delgado hablando nerviosamente con el encargado-Quiero que me entienda, póngase en mi lugar, hace poco mi mujer comenzó a trabajar para la administración, ayer a la noche a la noche la llamaron para que cumpliera una tarea, y hace dos horas me llamaron y me dijeron que había sufrido un accidente y que tenía que venir aquí a reconocer su cuerpo, ahora usted me dice que no puede autorizarme a verla. ¿Por qué no se ponen de acuerdo con la policía? Llame a quien tenga que llamar pero resuelva esto...
-Vea, señor, lo entiendo perfectamente pero no puedo hacer nada sin autorización superior por escrito.
-¿Pero no entiende que no sé si mi hijo tiene que seguir esperando o llorar a su madre?
Lopresti intervino-Perdón.
El empleado lo saludó con respeto-Señor Lopresti.
-Señor...
-Arrieta. -dijo el hombre reclamante extendiendo la diestra para estrechar la mano de Lopresti.
-Lopresti, mucho gusto. Escuché su problema y creo que podemos encontrar la solución...
-Tendrá que firmar usted el formulario. -dijo el empleado confuso ante el cambio de la situación.
-Claro, claro, démelo y usted acompañara al señor a reconocer el cuerpo.
-Sí, señor. -asintió el empleado y le entregó un tablero de cartón sobre el que estaba prendida una hoja de papel impreso; luego le indicó a Arrieta que lo siguiera por un estrecho pasillo hasta una puerta posterior.
Lopresti firmó la planilla, dejó la carpeta sobre la mesa de la recepción y se volvió hacia el niño sentado junto a la ventana. Era sorprendente el parecido; tal vez con el tiempo se fuera diluyendo, pero esos ojos jamás dejarían de parecerse a los de la madre. O tal vez no eran los ojos sino la expresión.
Apartó la vista del niño, no quería molestarlo ni aproximarse a él sabiendo lo que debería enfrentar y encendió un cigarrillo.
El tiempo se deslizó con lentitud en un espacio mudo; luego oyó la puerta del extremo del corredor y vio a Arrieta caminar con lentitud secándose las lágrimas con un pañuelo blanco, tratando de recomponerse.
Cuando estuvo próximo a él, Lopresti dijo-Lo siento.
-No puedo creerlo, no puedo creerlo. -aseveró Arrieta y comenzó a sollozar.
-Vamos, hombre, tiene que ser fuerte por su hijo.
-Sí, sí, tengo que pensar en él, claro.
-Ahora lo va a necesitar más que nunca.-dijo Lopresti mientras estrechaba de nuevo la mano de Arrieta y sentía una poderosa necesidad de reírse a carcajadas que consiguió contener a duras penas hundiéndose las uñas en la palma de la mano izquierda, acción con la que también consiguió componer una modesta expresión de congoja.
-Gracias. -dijo Arrieta y caminó hacia el chico, se agachó frente a él y lo abrazó con fuerza. Lopresti, incapaz de contener la risa si dejaba que aquella tierna escena familiar siguiera captando su atención, se dirigió al empleado-Necesito ver el cadáver.
-Pensé que usted no necesitaba comprobación, ¿o que es que esta va para el consumo?
Lopresti, que siempre iba armado con una pistola automática con balas explosivas, se demoró unos segundos pensando qué efecto producirían en la cabeza de aquel miserable empleaducho, luego se acercó a él, como si fuera a besarlo y le dijo, en voz baja pero con una dicción exacta y precisa-La mujer que está ahí dentro ha sido una eficiente agente del Consejo Ejecutivo y ha muerto con valentía actuando bajo mis órdenes, de modo que no se le ocurra insinuar de ella el menor rasgo de cobardía, ¿comprende?
El empleado, que comprendió con rapidez lo cerca que estaba de convertirse en uno de los próximos habitantes de la habitación refrigerada de atrás, empalideció y por unos segundos no pudo articular sonido.
-¿Comprende?
-Comprendo, comprendo, señor.
-Así me gusta, ¿ve como hablando se entiende la gente? -aprobó Lopresti, pasó al lado de la mesa y caminó por el pasillo hacia la puerta posterior.
El cuerpo estaba en la tercera bandeja a la izquierda, el rostro se veía apacible y distendido, la palidez mortuoria era apenas un tono menor que el color habitual de la piel de Diana. Loprestí corrió la sábana y expuso a la luz de los tubos fluorescentes el cuello y los pechos. Perfectos, pensó con entusiasmo, siguen siendo perfectos. Arrojó la sábana al piso y dejo el cuerpo desnudo por completo, sus ojos buscaron con ansiedad la línea rosada de la entrepierna y los mantuvo fijos allí durante un instante. Luego caminó hasta el extremo anterior de la camilla, se inclinó sobre el cadáver, apoyó las manos sobre la cara interna de los muslos y separó las piernas. Se quitó el sobretodo, el saco; se aflojó el cinturón y comenzó a bajarse los pantalones.
Cuando terminó, se vistió y llamó por teléfono celular a un empleado que se encargaba de la preparación de los cuerpos para el ritual y le ordenó que acondicionara el cuerpo para que fuera entregado a la familia en una hora. Se sentía distendido y energizado, dispuesto para la caza del extranjero.


martes, 19 de febrero de 2008

22.

Alsinoff encendió un cigarrillo y permaneció de pie en el centro de la celda, pensativo, la vista fija en el bulto cubierto por la manta de lana ocre sobre el camastro. Por un momento creyó percibir que ningún movimiento lo animaba y la alegría comenzó a abrirse paso como una sensación de distensión en el pecho. La frustración la reemplazó de forma abrupta: el bulto se movió, la manta fue desplazada por unas manos temblorosas y sintió los ojos del hombre recostado sobre él. Alsinoff sonrió con fastidio y permaneció en silencio.
-Gracias por la visita... querías saber si todavía estaba vivo...
-Exactamente, un gesto de educación.-respondió Alsinoff y comenzó a caminar por la celda-¿Qué pasó con el joven?
-Supongo que se aburrió.
-¿Sabías que esto pasaría?
-Para serte franco, no, tuve alguna sospecha pero no pensé que sería capaz de abandonarme...
-¿Abandonarte?-preguntó Alsinoff .
-Era mi testigo.
-Fallaste en su manipulación entonces...
-¿Dónde está?
-Lo perdimos. -respondió Alsinoff y arrojó lo que restaba del cigarrillo al inodoro.
-Demasiadas variables... -comentó Metco pensativo.
-No entiendo.
-Malabrigo se ha convertido en un juego de demasiadas variables.
Alsinoff sospechó que si seguía esa línea de pensamiento no tardaría en caer en la inseguridad y la duda. Encendió otro cigarrillo y aspiró la primera pitada con fuerza.
-Supongo que no confiás en mi diagnóstico.
-¿Por qué debiera creerte? Estás acabado y tratás de negociar la forma de tu muerte...
-Ah, la eterna sospecha, hacés bien en desconfiar pero harías bien en mantener una actitud más abierta...
-Desconocía tus dotes proféticas...
-No las tengo, sólo puedo hacer una proyección sobre las variables que conozco.
-¿Qué buscabas entonces con la destrucción de las máscaras?
-El caos que origine la aparición de un orden nuevo...
-¿Qué tiene de malo el actual?-pregunto Alsinoff y se sentó en el catre frente a su rival.
-No entiendo la pregunta, ¿acaso no conocía el Consejo mi proyecto de destrucción de las máscaras y de todos modos me permitió actuar?
-Eso es un sofisma, Metco y bien lo sabés, permitimos la destrucción de las máscaras para acceder a un nivel superior; para nosotros es meramente un sinceramiento necesario.
-Lo siento pero fracasarán...
-¿Cómo podés saberlo?
-El ritual máximo ya no servirá para alejar la anomalía; de hecho he documentado suicidios entre miembros del Círculo Interior...
Alsinoff se puso de pie con violencia-Estás mintiendo...
-¿Qué interés tendría en hacerlo?
-¿Cómo no llegó esa información al Consejo?
-No son los únicos en saber trabajar en secreto.
Alsinoff sonrió con escepticismo-Fue un buen intento.
-Puedo darte la ubicación de los archivos.
-¿Por qué lo harías?
-Para tener una ejecución pública, limpia y notoria.
-Estás loco. -dijo Alsinoff con repugnancia.
-Puede ser, pero tengo la información...
-¿Qué te hace pensar que me interese?
-Nada, en verdad, tengo una oportunidad y trato de aprovecharla.
Alsinoff salió de la celda, caminó por el pasillo, saludó al guardia que controlaba el portón de acceso y llegó a la calle. Caminó hacia un auto negro y contundente en su esfuerzo por exhibirse como símbolo de poder estatal (dimensiones, brillo de cromados y pintura), el chofer lo esperaba junto a la puerta trasera-¿A dónde lo llevo, señor?-preguntó mientras abría la puerta.
-Dé una vuelta por la ciudad, necesito pensar.
-Como usted diga, señor.
Recorrieron las calles desiertas y ventosas, pasaron frente a la Casa del Concejo, el Parque Central, el centro comercial y siguieron por la ondulante avenida costanera. Perdida la vista en el gris pizarra del mar, Alsinoff ordenó al chofer que condujera hasta la encrucijada.
-¿La encrucijada, señor?
-¿Qué, le llama la atención, Verduk?
-No, sólo que nunca lo llevé allí, señor.
Alsinoff se preguntó si el chofer, uno de las más disciplinados cuadros del círculo interior temía visitar el cementerio de los suicidas-La encrucijada forma parte de Malabrigo. -dijo.
-Claro, señor, una parte lamentable que pronto será superada.
Alsinoff intentó sin éxito (parecía ser un día apropiado para el fracaso) determinar si lo dicho por el chofer había sido la enunciación de una convicción sincera o de la lealtad preestablecida que debía frente a un superior.
El auto ascendió por el extremo norte de la costanera, con el mar a su derecha y el viento que soplaba con fuerza desde el sudoeste haciendo vibrar apenas la pesada carrocería.
Alsinoff bajó del auto y comenzó a caminar entre las tumbas en el sector que se destinaba a las más recientes; se había puesto sus anteojos de marco de oro y leía las lápidas con avidez, tratando de contener la angustia que asumía la forma de un intenso ardor estomacal. No encontró ningún nombre que pudiera identificar como integrante del círculo interior. Claro que los nombres podían haber sido modificados para ocultar la novedosa anomalía. Sólo quedaba volver a su despacho y rastrear algún registro en los archivos. Lo dicho por Metco podía ser un intento desesperado por creer que aún conservaba algo de poder pero también podía ser cierto. Alsinoff se estremeció y supo que el estremecimiento nada tenía que ver con las condiciones climáticas.
Subió al auto y ordenó. -A casa, Verduk.
-¿Al palacio Zorroquín?-preguntó el chofer sorprendido por la directiva
-No, a mi casa.
-Claro, señor.
Es un suboficial de los mejores, se dijo Alsinoff, está sorprendido y quizás atemorizado pero mantiene las formas con eficiencia; sintió un afecto sin dobleces hacia aquel hombre y un orgullo carente de modestia por la eficiente labor que había desarrollado en su formación. Claro, pero tenés que ver a Amelia. Ella había sido su esposa durante casi treinta años y si bien no podía precisar con exactitud qué era lo que había llevado a ambos a la unión marital; estaba convencido de que, de algún modo, ambos habían salido ganando. Sonrió; Amelia, la que a medida que envejecía iba definiendo con más exactitud su aspecto de bruja a pesar de los obsesivos cuidados que llevaba respecto a la estética de su cuerpo y ropas. Alguna vez, una noche de copas seguramente (el recuerdo era difuso) había pensado en ella como Lady Macbeth; con el tiempo sólo podía imaginarla como una de las brujas propiciatorias. La odiaba, cierto, y ella le correspondía, pero al mismo tiempo la necesitaba y esa necesidad y su conciencia no eran más que un alimento del odio. Un círculo vicioso que no tenía voluntad de romper; lo había intentado pero ya no. Lo aceptaba como una fatalidad, como una condena inapelable y perversamente placentera.
El auto se detuvo, a través de la verja pudo verla vestida con ropa de trabajo dándole indicaciones al viejo jardinero. Y una vez más, Alsinoff percibió uno de los motivos, tal vez no el menos importante, del odio que sentía respecto a Amelia: la familiaridad respecto a los subordinados.
Bajó del auto, le indicó a Verduk que lo esperara y se acercó a la verja; Amelia le sonrió divertida y se acercó a la verja para abrir el portón.
-Hacía rato que no aparecías por aquí, algo grave debe estar pasando -saludó Amelia con una voz clara que los años no habían conseguido desgastar.
-No esperaba un recibimiento tan acusador, veo que no cambiaste.
-No siempre se recibe lo que se espera, estás grande y ya debieras saberlo.-respondió Amelia mientras abría el portón.
-Por favor, no hablemos de esta forma en presencia de extraños. -pidió Alsinoff con un susurro exasperado.
-Está bien, ¿ querés tomar un café?
-Sí, claro.
Amelia caminó por el sendero de lajas hasta la puerta frontal de la casa y Alsinoff viéndola caminar delante confirmó que sus poderes brujeriles continuaban intactos.
Se sentó en un sillón junto a la ventana, y le desagradó recordar que era su sillón preferido cuando se habían mudado a esa casa y los dos eran jóvenes, creían que estaban enamorados y su ascenso en el escalafón parecía no tener límites. La amargura se acentuó cuando supo por qué estaba ahí, con el pocillo de café entre las manos (su pulso había perdido firmeza en los últimos años); necesitaba hablar con Amelia, comentar lo que lo preocupaba. Y en cierta manera, esa necesidad la volvía a poner en el papel de Lady Macbeth.
-Si lo que te dijo Metco es cierto desordenará toda tu proyección. -dijo Amelia luego de escucharlo con atención mientras dejaba el pocillo sobre la mesa ratona.
-Estuve en la encrucijada.
-¿Y confirmaste lo que te dijo?
-No.
-Tal vez Metco mintió.
-Quisiera creerlo.
Amelia lo observó en silencio: está viejo, viejo y vencido. Siempre me necesitó aunque nunca se atrevió a admitirlo. Y ahora tengo la oportunidad de demostrar mi poder sin límites, entonces ¿por qué me siento tan vacía?-¿Qué vas a hacer entonces?
-Intentaré ubicar la información en los archivos...
-¿Y si no la encontrás pero es cierta? Tendrás que pactar con Metco...
-Ese hijo de puta va a salir ganando de nuevo...
-Bueno, al menos podés pensar que tal vez sea su último triunfo...
Alsinoff sonrió abatido-Tal vez, sí, tal vez... bueno, gracias por escucharme, chau-se puso de pie y caminó hacia la puerta.
-Victor.
-¿Qué?
-Cuidate.
-Gracias, lo haré.
Mientras el auto dejaba la casa atrás, Alsinoff notó que era la primera vez que Amelia daba muestras de cierta preocupación afectiva por él desde el suicidio de su hijo único, quince años atrás.
La forma en que Gonzalo había decidido matarse había impedido que su cadáver pudiera ser utilizado para el ritual: se había arrojado con su auto deportivo siguiendo derecho en una de las curvas más cerradas de la costanera sobre el acantilado. La caída de setenta metros había transformado a conductor y vehículo en una masa indiferenciada de metal, cristal y carne; Alsinoff había dirigido personalmente las operaciones de los bomberos para que rescataran la mayor parte de lo que había sido su hijo. El dolor casi lo había enloquecido, aunque nadie lo supo o apenas lo sospechó; al cabo, se sintió fortalecido en su voluntad de poder.
-El teléfono de emergencias, señor.
-¿Qué?
-Está llamando el teléfono de emergencias

sábado, 16 de febrero de 2008

21.

La mujer quedó inmóvil, un charco de sangre se extendió bajo el cuerpo. Tomás no podía ver el rostro pero de alguna forma sabía que los ojos estaban abiertos y las pupilas dilatadas; así continuarían hasta que la muerte avanzara en su trabajo.
Pasados unos minutos se abrió el portón al otro extremo del pasillo y dos hombres uniformados caminaron hacia la celda con una lentitud próxima a la resignación; cuando estuvieron próximos a Tomás evitaron mirarlo, tomaron el cuerpo por las extremidades y se lo llevaron. Luego otro hombre trajo un balde y un trapo y limpió la sangre del piso.
Tomás desprendió las manos de los barrotes y sintió un repentino dolor en los dedos: estaban pálidos y marcados por la forma de los barrotes, comenzó a frotarse las manos, caminó hasta su litera y se sentó.
Metco carraspeó como si se dispusiera a hablar, pero se limitó a sacar un cigarrillo del bolsillo de la camisa. Lo observó con atención, como si se tratara de un artefacto propio de una cultura apenas conocida, lo hizo un bollo y lo arrojó al inodoro. Tomás notó que el rostro del viejo exhibía una palidez poco habitual.
-¿Es evidente, no? –preguntó Metco con voz cansada.
-No sé de qué habla.
-Supongo que está en su derecho.
-No se ponga melodramático… ¿por qué no hizo que lo mataran antes de que lo detuvieran?
-Nunca dije que fuera valiente, además es muy difícil desprenderse de la soberbia, ahora mismo creo que seré capaz de resistirlo…
-Me alegra que siga firme en su propósito.
-Es lo que me mantiene cuerdo…
-Bueno, es un modo de decirlo…
-Tampoco tiene que ser tan astuto todo el tiempo.
-Es el lugar, casi siempre soy un buen muchacho…
-¿Cree que nunca existió un lugar como Malabrigo?
-La verdad es que no sé pero como excusa me suena bastante primaria…
-Tal vez lo sea, pero incapaces de comprender la naturaleza profunda de este lugar tampoco podemos establecer una relación causal entre nuestras acciones y los hechos que devienen posteriormente…
-¿La mala fe lo hace ponerse pomposo?
Metco sonrió con tristeza y esta vez consiguió identificar un cigarrillo y su función específica, lo encendió y le dio una pitada, luego dijo-La mala fe es imprescindible para el ejercicio del poder… el poder, lo único real en Malabrigo, hasta su abuelo participó de la contienda.
-Parece que él tuvo algún éxito
-Tiene usted un fino sentido del humor, no me cansaré de decírselo y una agudeza contundente, claro... pero continúo, me es necesario... el poder es la droga más adictiva yo comencé a degustarla de niño, mi padre me legó su adicción con habilidad... siempre ha sido así y siempre lo será....
-¿Y entonces para qué ha desactivado las máscaras?
-Pensé que era necesaria una renovación.
-Supongo que no estará arrepentido...
-No, en absoluto, el poder es la droga más adictiva.
-Por eso las desactivó...
-Claro.
Tomás se puso de pie y caminó hasta las rejas, preguntó--¿Qué le parecería si lo liberara rápidamente de todo sufrimiento?
Metco bajó la vista, Tomás continuó-Ha sido hábil para retenerme aquí, pero ya está, se acabó, fue suficiente.
-Usted tiene que quedarse, tiene que permanecer aquí. -gritó Metco y se levantó.
-No sea patético, Metco.
-No puede irse, esta es también su historia.
-Su problema es la incapacidad para pensar fuera del esquema en que se ha encerrado...
-Tendrá que matar para salir de aquí, ¿no recuerdo lo que le pasó a la mujer?
-¿Ahora se pone humanitario?, vamos, no sea payaso.
-Usted no puede irse. -gritó Metco y se arrojó sobre Tomás, antes de tocarlo fue arrojado con violencia hacia atrás y cayó pesadamente sobre el camastro. Tosió y empezó a respirar con dificultad.
-Ya está, Metco, lo que temió ya ha ocurrido, aunque no quiera verlo, su ceguera ya no funciona.
El viejo lo miró aterrorizado, las pupilas dilatadas, la boca entreabierta, su tórax sacudido por convulsiones.
-Eso sí, no intente matarse, sería redundante.
Tomás empujó la reja que se abrió con facilidad y caminó hacia el extremo del corredor. Se sentía afilado y poderoso, como un cuchillo recién forjado.
Las cosas cambian de lugar o adquieren, sencillamente, el lugar que les corresponde. La vibración se multiplica en láminas longitudinales de ozono, el sabor férreo de la sangre joven vuelve en oleadas ahora nauseabundas. El dolor es una corriente eléctrica habitando cada centímetro de su cuerpo de setenta años, cada tejido es tensado por arcos de acero que actúan como verdugos de pedernal, seculares y sabios. No, yo, no, Eduardo Metco se disuelve en dos vocablos sin peso, y cuando cree (o ansía) estar a punto de apagarse, vuelve a la conciencia de su dolor innominado.
Tomás vagaba por las calles desoladas intentando acomodar sus pensamientos a la acción que había presenciado, a la que sabía que se estaba desarrollando y a la que sospechaba. No le había resultado difícil salir de la prisión, y aquella facilidad le había hecho sospechar que todo el orden del poder que, en teoría, sojuzgaba Malabrigo mostraba hilachas notables. Metco había mostrado un juego sutil y elaborado pero sus reemplazantes parecían carecer de sus capacidades. O tal vez la cuestión en que los había aventajado Metco era simplemente su aparición. En cierta forma, yo soy una aparición espectral de una consistencia imprevista. Aquella inferencia le pareció dudosa, como si la aparición de la mujer frente a su celda, su muerte, la huida fácil hasta lo absurdo, no fueran más que otra puesta en escena.
Tropezó con el cordón de la vereda y tomo conciencia de que había cruzado la calle sin mirar a los lados, precaución inútil ante la desolación imperante. Tengo que salir de aquí de alguna forma, si consigo llegar al hotel podría llegar a conseguir un auto para llegar hasta el aeropuerto, pero:¿habrá alguien capaz de operarlo? Paso a paso, se dijo, y caminó hasta un teléfono público, levantó el tubo y comprobó que la línea estaba muerta. Golpeó el tubo contra el tablero hasta que consiguió quebrar la cubierta plástica y quedó en sus manos la estructura metálica, lo arrancó y lo arrojó al medio de la calle.
Se sentó en el cordón de la vereda y se agarró la cabeza con las manos. Tiene que haber una forma de salir, tiene que haber una forma de salir, repitió como una oración intentando evocar al poder que lo había mantenido con vida en ese lugar repugnante. Al cabo de unos minutos se puso de pie y siguió caminando, accedió a una plaza y a una veintena de metros vio a una mujer y un hombre sentados en un banco. Eran los primeros seres vivos que encontraba desde la salida de la cárcel, exceptuando, claro, a un setter irlandés rojo que había cruzado como un fuego fugaz ante él. Se acercó a la pareja y ellos lo observaron con atención mientras se acercaba a la distancia suficiente como para poder comunicarse sin necesidad de gritar.
-Buen día.
El hombre robusto de barba y largo pelo entrecano lo saludó-Buen día, sentate.
Tomás se sentó en un extremo del banco, junto al hombre, consciente de la mirada interesada que le dirigía la mujer desde el otro extremo.
-Son las primeras personas que veo en varias cuadras...
-Sí, es un día raro... ¿estabas paseando?
-No, no al menos voluntariamente, estoy intentando salir de la ciudad...
-Me pareció que no eras de aquí...
Tomás no supo si lo que había dicho el hombre era cierto, pero no tuvo ánimo como para poner en palabras su duda.
-El aire está cambiando... -comentó el hombre.
-No sólo el aire... -respondió Tomás.
El hombre lo miró en silencio, la mujer se movió nerviosamente en el asiento.
-Puedo ayudarte a salir...
-¿Cómo?
-En el puerto podemos encontrar algún pesquero que te lleve hasta Azuria.
-¿Encontraremos gente dispuesta a tripularlo?
-Podemos, a unas cuadras tengo el taller, me dejaron una pickup de clavo, puedo alcanzarte hasta el puerto...
-No tengo mucho dinero.
-No te preocupés, si encontramos alguien capaz de sacarte de Malabrigo no va a ser necesario...
-Gracias, soy Pablo Durrell. -dijo Tomás extendiendo su diestra.
-Oscar Ojeda. -se presentó el hombre mientras estrechaba la mano de Tomás-pero todos me dicen Cacho.
El apellido de Oscar produjo una resonancia persistente en la conciencia de Tomás hasta que se liberó de aquel ruido diciendo-Ojeda es el apellido del sargento, del único sobreviviente de la batalla contra Azuria en el frente norte.
Cacho sonrió satisfecho y replicó-Y Durrell era el apellido del gringo que se casó con la hija de Pablo Arregotiía y se la llevó de Malabrigo...
Irma los miró a los dos, y notó que entre ellos se había originado una energía tensa. Permanecieron en silencio, como si midieran la fuerza que podrían cargar las palabras que siguieran a partir de entonces.
Irma explicó-Cacho nunca tuvo que usar máscaras.
-Lo sé. -respondió Tomás.
-Estoy rodeada. -dijo Irma.
-¿Así que vos sos el nieto de Pablo? -preguntó Oscar.
-Ese soy yo, y vos sos el hijo de Ojeda...
-Ese soy yo.
-Ustedes también tienen que irse
-Podríamos, claro, pero si aguantamos hasta ahora... -dijo Cacho, y Tomás comprendió.


viernes, 15 de febrero de 2008

20.

Diana vio como el guardia en su pequeña cabina iluminada con una fantasmal luz azulada apretaba la tecla que accionaba el portón eléctrico, que comenzó a moverse con una lentitud exasperante. El aire estaba frío pero percibió que unas gotas de sudor se le escurrían por la frente, cuando el acceso estuvo libre atravesó el umbral con paso decidido; su voluntad era fuerte y se había acrecentado a partir de la iniciación como si desde entonces fuera con plenitud una con Malabrigo. Se pasó la mano derecha por la frente y la secó en el pantalón.
La ejecución del extranjero le permitiría acceder a instancias superiores; Lopresti le había dicho que su designación había sido el resultado de una exhaustiva selección entre más de cuatrocientos aspirantes y esa información aún no dejaba de sorprenderla. No podía convencerse del todo de su propia importancia.
El pasillo estaba iluminado apenas con lámparas que desparramaban una luz mortecina sin disolver por completo la oscuridad; sus pasos, a pesar de estar calzadas con zapatillas de suela de goma, producían un sonido perceptible. Se detuvo e hizo una inspiración profunda tratando de encontrar el equilibrio profundo, consiguió relajarse y reemprendió la marcha.
Cuando distinguió los barrotes que limitaban la celda de aislamiento desplazó la corredera de la sub-ametralladora hacía atrás y puso el índice de la mano derecha sobre la cola del disparador. Entonces comenzó a recitar el mantra necesario para motivarse.
-Alguien viene -. dijo Metco.
-Cambio de planes, supongo -comentó Tomás que había oído el desplazamiento del portón y luego los pasos livianos sobre el cemento del corredor –Es una mujer.
-No sabía que tenía un oído tan agudo.
-Últimamente parece tener dificultades para prever…
Tomás se puso de pie y caminó hasta la reja: la mujer era delgada y menuda, estaba vestida con una especie de uniforme militar negro y llevaba un arma entre sus manos; se detuvo y lo apuntó. Tomás movió la cabeza de un lado al otro y suspiró fastidiado.
Diana apuntó y se dispuso a disparar.
Tomás supo que, de nuevo, el poder próximo a él se manifestaba, la mujer bajó su arma y luego la dejó caer; quedó inmóvil con los brazos a los costados y la mirada perdida.
Diana estuvo desnuda e inerme frente a una luz tan intensa que anulaba toda percepción de color, pero no había sido cegada, por el contrario, su visión se había agudizado a tal punto que había hecho innecesarios los ojos. Podía (estaba obligada a) ver lo que había emprendido a negar desde la infancia y no solo a ver sino también a tocar, oír, oler y gustar. La saturación perceptiva presionaba su consciencia buscando su aniquilación, pensó hijo, pensó muerte y se extinguió.
La mujer se tambaleó, despidió un chorro de sangre por la nariz y cayó. Tomás se miró las manos.
Metco, que estaba parado junto a él y observaba el cuerpo exánime, dijo-No, no cargue con esa culpa.
-Vino a matarme.
-Creo que sí.
-¿Lopresti?
-Puede ser, pero no es el único idiota.

Lopresti estaba sentado a su escritorio, había olvidado el cigarrillo en el cenicero y una columna de humo gris se elevaba con morosidad hacia el cielo raso en el aire inmóvil del despacho. La luz sin demasiada energía de una mañana nublada y ventosa atravesaba los cristales y se derramaba sobre las planillas que había estado consultando obstruida en parte por su sombra. Se había sentado de espaldas a la ventana contrariamente a lo que era su costumbre, sentía un raro rechazo por la mañana que había amanecido en Malabrigo. Temprano, luego de salir de su casa para caminar los dos kilómetros entre su casa y el despacho (como lo hacía habitualmente), había percibido una desolación agobiante: las calles estaban desiertas bajo la luz gris, hojas y trozos de papel giraban en remolinos provocados por el viento sudoeste. Y aún más inquietante había sido ver que nadie parecía interesado en hacer recuperar a Malabrigo la pulcritud que le era característica. Luego, un setter irlandés de pelaje rojizo había aparecido abruptamente en una bocacalle arrastrando una correa de cuero y se había alejado de la misma forma; después la aparición de un hombre robusto y de cabello largo y entrecano que caminaba junto a una mujer joven, delgada y rubia. El tipo se le parecía con levedad inapelable, como si fueran parientes lejanos pero la vestimenta (los vaqueros raídos, la campera de corderoy que alguna vez había sido ocre) indicaba con claridad que el individuo no estaba a su nivel.
Había escuchado con claridad cuando la mujer pregunto al hombre: “Es uno de ellos,¿no?” y al hombre responder afirmativamente.
El miedo, que se redujo un poco cuando avistó al guardia en su caseta de vigilancia, había vuelto luego de revisar las planillas. Ahora sabía que había sido ese miedo el que lo había impulsado a manipular a Diana y asignarle un blanco. Sabía también que al dar esa orden estaba desobedeciendo una orden expresa pero no ignoraba que su vertiginoso ascenso en la estructura gubernamental se debía en gran parte a su capacidad de tomar iniciativas propias.
Volvió su atención hacia las planillas que había elaborado el Departamento de Sociología Aplicada, el resultado era alarmante, claro, siempre y cuando se lo ubicara fuera de contexto; los de Prensa y Difusión tenían un lindo trabajo por delante, pero ya encontrarían la forma.
Sonó el teléfono, el guardia le informó que el señor Alsinoff había entrado al edificio (la voz expresaba temor y respeto, un efecto que Alsinoff despertaba conscientemente en sus subordinados), agradeció el aviso y cortó la comunicación; luego dispuso con cuidada desprolijidad las planillas sobre el escritorio e hizo algunas anotaciones ininteligibles en un block de notas.
La puerta se abrió silenciosamente y Alsinoff entró; y si bien era de estatura mediana y no precisamente atlético, su presencia pareció cubrir cada centímetro del despacho. Estaba, como era su costumbre, vestido con una traje azul oscuro y llevaba el pelo renegrido (artificialmente) peinado con prolijidad y fijador; los bigotes oscuros y tupidos estaban delineados con exactitud. Antes de hablar le dirigió una sostenida mirada reprobatoria, y Lopresti supo que Diana había fallado en su misión.
-Buenos días, señor Alsinoff –dijo poniéndose de pie.
Alsinoff le indicó que volviera a sentarse, se sentó en el sillón del otro lado del escritorio y habló con voz grave y profunda, enunciando con claridad las palabras, disfrutando del sonido de cada una de las sílabas. –Vea, Lopresti, siempre lo consideré un funcionario hábil, un tipo de mente ágil, rápido… y usted sabe que algunas veces, por esa razón, le dejé pasar faltas que hubiera considerado graves en otro… -se detuvo, creando el suspenso que consideraba necesario con éxito: Lopresti carraspeó y se movió nervioso en el sillón.
-¿Ya sabe por qué estoy aquí, no?
-Diana.
-Exactamente.
-¿Qué pasó?
-Vamos, Lopresti, no se haga el tonto.
-No, señor.
-¿Por qué lo hizo?
-Pensé que era necesaria la eliminación del extranjero.
-No le pagan para pensar, Lopresti, y ,espero que ahora se de cuenta.
-Creí que era urgente instrumentar las medidas necesarias para terminar urgentemente con la amenaza grave que constituía el extranjero.
Alsinoff sonrió con ironía-Instrumentar las medidas necesarias para etcétera, etcétera, Lopresti, ¿nunca pensó en leer en serio?
-No comprendo, señor.
-Está bien, no importa… dígame la verdad, Lopresti, ¿no fue su decisión por el enfrentamiento que tuvo con el extranjero, una cuestión meramente personal?
Lopresti bajó la mirada y dudo, si mentía su intento de engaño sería evidente ante la desarrollada perspicacia de Alsinoff pero si decía la verdad admitía la comisión de una indisciplina grave, dijo-No soporté la demostración de poder que ese tipo hizo ante mí.
-¿Pensó tal vez que su juicio era más apropiado para juzgar lo que correspondía hacer que el de su inmediato superior?
-No, señor, me dejé llevar por un impulso.
-¿Faltó a la disciplina?
Lopresti sabía que Alsinoff estaba disfrutando la situación, que no desperdiciaba la más mínima oportunidad de degustar cada fracción de poder que detentaba y eso lo hacía tan admirable y odioso.
-Sí, señor, falté a mi disciplina.
-¿No quiere saber qué pasó con la mujer?
-No, señor.
-Hace muy bien, no tiene derecho a saberlo.
-Sí, señor.
-Será castigado severamente.
-Lo merezco, señor.
-Muy bien, Lopresti, esa es la única actitud posible si aún quiere tener un futuro en la nueva Malabrigo . ¿Tenía alguna relación con la agente?
-Sólo sexuales, señor.
-Bien, esté atento y tenga cuidado. Lo veo más tarde.
Alsinoff se puso de pie y caminó hacia la puerta, lo hizo con lentitud, como si intentara dejar su presencia impregnada en el lugar; atravesó el umbral y marchó por el corredor hasta la salida. Saludó al guardia y ya en la calle se levantó el cuello del saco para protegerse del viento que soplaba desde el mar e hizo un gesto de desagrado al ver los papeles y hojas junto al cordón. Se dijo que no debía ponerse ansioso justo ahora cuando las cosas empezaban a resultar tal cual había sido previsto, salvo la demora en el suicidio de Metco, claro. Agitó la cabeza para desechar el pensamiento y le hizo una seña al chofer para que acercara el auto.
Lopresti se asomó a la ventana y vio como el auto negro se alejaba hacia la avenida costanera; Alsinoff se había ido pero su amenaza continuaba presente y la ambigüedad la hacía más atemorizante. Se dijo que no tenía excusas, había cometido un error grosero pero no podía encontrar la culpa necesaria para auto disciplinarse; tuvo que admitir que comenzaba a temerse.

martes, 12 de febrero de 2008

19.

La celda tenía unos pocos metros cuadrados, a Tomás le recordaba todas las celdas que había visto en películas: había una pequeña ventana cerrada con barrotes por la que se filtraba un halo de luz, dos cuchetas metálicas con colchones flacos empotradas en la pared, un inodoro en un ángulo y una lámpara que pendía del centro del rectángulo, cubierta por una red metálica cagada por las moscas, que derramaba una luz mortecina.
Metco estaba sentado en una cucheta con la espalda apoyada contra la pared y fumaba un cigarrillo.
Tomás estaba de pie aferrado a la reja, mirando el pasillo que se extendía hasta un portal de acero; el silencio era casi total, sólo reverberaciones lejanas que no podía adjudicar a causa alguna: persona, animal o artefacto. -¿Había previsto esto?-.preguntó.
-Sí, pero no tan pronto, supongo que me dejé llevar por el entusiasmo…
-Los hijos de puta me sacaron el cuaderno.
-No creo que lo necesite más, ya sabe lo suficiente.
-Ahora se hace el gracioso… nunca tuvo la menor intención de ayudarme a llegar a la Embajada…
-No.
-Mire, Metco, no soy un tipo violento, nunca lo he sido, pero la posibilidad de no poder volver a ver a mi hija…
-Lo entiendo, pero, ¿no se puso a pensar que su viaje a Malabrigo no fue solo motivado por una cuestión comercial?
-Lo único que falta es que me venga a hablar del destino o de la voluntad divina…
-Está bien, puede ponerse escéptico, está en su derecho, es una forma de defensa como cualquier otra… sólo le pido que piense y permanezca atento…
-Es lo que he hecho desde que llegué a este lugar de mierda y cada vez entiendo menos.
-¿Está seguro?, ¿ya pensó por qué no pudo dispararle Lopresti?
-Sí, claro que lo pensé y me asusta bastante la respuesta…
-Usted tiene poder y no se atreve a asumirlo…
-No lo pedí y no lo quiero.
-Lo lamento, Tomás, pero está usted en Malabrigo y no es un lugar que dé demasiada importancia a los deseos personales…
Tomás asintió en silencio y dijo-No entiendo para qué me necesita.
-Ya se lo dije, necesito un testigo.
-¿Para qué?
-Para que vea que no me suicido.
-¿Podrá no hacerlo?
Metco sonrió con tristeza y explicó-Tengo que intentarlo…
-Supongo que entonces Lopresti me quiere aquí por el motivo inverso.
-Exactamente, no pueden dejarme vivo pero quieren que muera según las normas, bah, que me cocine en mi propia salsa…
-¿Podrá resistir?
-¿Usted que cree?
Tomás lo observó con atención: el viejo se veía cansado, tenía ojeras profundas y las arrugas se habían acentuado, los ojos estaban enrojecidos pero conservaban un brillo vivaz. –No lo sé y no me interesa demasiado-.respondió. Se recostó en el catre con las manos entrelazados tras la nuca; pensó en Alicia y sintió alivio de que estuviera lejos de aquella tierra infernal y comprendió la aprensión de su madre respecto al viaje y se preguntó cuánto sabría de lo que ocurría en Malabrigo.
El horror se había hecho presente desde el momento en que había abordado el taxi en la salida del aeropuerto, antes de ver a la chica colgando de la ventana; era algo en la luz o en el aire, algo que parecía acechar detrás de cada manifestación sensible. Y luego todo había sido seguir un curso que parecía, como había insinuado Metco, prefijado. Aunque tal vez sólo esté intentando racionalizar de alguna forma el caos, lo importante ahora es encontrar una forma de salir lo más rápidamente de aquí, este lugar morirá muy pronto. “No!” La voz apareció con fuerza en su mente y lo estremeció como un choque eléctrico, el aturdimiento lo hizo incapaz de articular un enunciado del que pudiera ser consciente por unos segundos.
Si fuera capaz de invocar voluntariamente el poder que le impidió a Lopresti dispararme, si pudiera hacer que Pablo hablara con más claridad; bueno, siempre y cuando fuera Pablo. Lopresti, qué hijo de puta, crímenes y más crímenes, la inexorable matriz que recorre el pensamiento de los dirigentes de este lugar de mierda para superar cualquier conflicto. Una salida siempre impensable en términos humanos, pensó Tomás y luego se dijo que eso era inexacto, pobre, una exagerada simplificación y golpeó la reja con el puño derecho.
Tendido en el camastro Metco tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente pero no dormía; aunque hubiera deseado estar dormido y experimentando una pesadilla si hubiera tenido esa posibilidad. Debía controlarse porque la inquietud ante la inexorable aparición del horror sólo serviría para acercarla, y era eso, precisamente, lo que se proponían Lopresti y sus jefes, que se aterrorizara hasta que la desesperación lo llevara al suicidio. Disfrutó el pensamiento de saber algo que ellos ignoraban: pronto la antropofagia ritual demostraría su completa ineficacia para evitar la aparición de la anormalidad. Lo sabía porque lo había experimentado en forma creciente durante los últimos años y cada vez era menos capaz de librar esas batallas y mantener algún tipo de cordura; lo sabía también porque manejaba la información estadística sobre suicidios del grupo de población que había accedido al último procedimiento a nivel nacional.
Alguna vez había pensado que la muerte podía ser el final de todo pero hacía casi cuarenta años que no podía recurrir a esa idea para encontrar algún alivio, exactamente desde que había visto lo que se negaba a morir y aún reclamaba su lugar; a partir de entonces su consciencia había transcurrido en dos niveles diferenciados e inconciliables, el que seguía con fidelidad la línea trazada por su padre y las autoridades precedentes, el que le aseguraba los honores y privilegios que Malabrigo otorgaba a aquellos de sus hijos que le ofrendaban un compromiso pleno; el otro era el que acechaba en los momentos en que, sin quererlo, veía las evidentes grietas en toda la estructura. Había estado atento a esa creciente disolución y la había combatido con los medios disponibles, él había formado parte de la comisión que propuso la construcción de las máscaras y luego, cuando estas mostraron sus limitaciones, uno de los principales impulsores de la antropofagia ritual.
El final es el inicio pensó sorprendido y comenzó a reír con una risa que se transformó en una tos seca.

lunes, 11 de febrero de 2008

18.

Documento VIII.

“(…) Una presencia que es toda ausencia; una vacuidad que reclama con fuerza un contenido, y que exhibe con crueldad inaudita la vaciedad del otro y lo sume en una angustia tal que lo obliga a buscar una clausura definitiva de la percepción de la vacuidad mediante la aniquilación de la conciencia; lo que, de no mediar algún procedimiento intrusivo, lleva al sujeto al suicidio inexorablemente. (…)”
Fragmento de “Una aproximación fenomenológica a la anomalía” Departamento de Filosofía Aplicada de la Universidad Nacional de Malabrigo, 1961.

Eduardo dio dos golpes leves en la puerta entornada y al cabo de unos segundos la puerta se abrió y apareció un hombre delgado, cincuentón, vestido con un traje gris y evidente aspecto de funcionario. Saludó y les indicó que podían pasar.
Eduardo siguió al hombre y detrás avanzó Tomás escoltado por los travestis que, por seguridad o por gusto, lo llevaban tomado de los brazos. Caminaron por un pasillo iluminado por tubos fluorescentes una decena de metros hasta llegar a una bifurcación, tomaron por la derecha e ingresaron a un corredor más amplio con puertas a los lados, el silencio era casi total, el sonido de sus pasos era atenuado por una alfombra espesa.
El guía se detuvo frente a una de las puertas y sacó un llavero del bolsillo del pantalón, eligió una llave y la introdujo en la cerradura, giró el picaporte y abrió; Tomás leyó “Acceso restringido” y se dejó conducir al interior.
Eduardo dijo-Supongo que ya se habrá dado cuenta de donde estamos…
Tomás observó los aparatos de audio, las computadores en línea, la larga mesa sobre la que estaban dispuestas las consolas de sonido, los micrófonos y las butacas ergonómicas tapizadas en pana negra, y dijo-Sí, claro pero ¿no era el plan pasar desapercibidos?
Eduardo sonrió divertido y dijo-Ya no –y dirigiéndose a los travestis indicó-pueden dejarlo, chicas.
-Por favor, siéntense. –invitó el funcionario.
-Sí, claro, sentémonos, ah, discúlpenme, no los presenté. –dijo Eduardo e hizo la presentación; así Tomás se enteró que el hombre con aspecto de funcionario era efectivamente un funcionario: Fernando Avila, director general de Radio Nacional de Malabrigo.
-¿No tiene nada que preguntar, muchacho?
-No, sé lo suficiente.
Eduardo lo miro pensativo y no agregó palabra, se volvió hacia Avila-¿Todo dispuesto?
-Tal cual lo indicó.
-Sabía que no podía esperar menos de usted. –dijo Eduardo y le anunció a Tomás-Está a punto de presenciar un hecho histórico, algo que le hubiera gustado ver a su abuelo.
-Preferiría que no le mencionara…
-No fue mi intención molestarlo…
-No quiero parecer ansioso, señor Metco –dijo Avila- pero en diez minutos se produce el relevo de la guardia y no podemos confiar plenamente en el relevo.
-Tiene razón, Avila, procede cuando lo considere apropiado.
Avila desplazó la silla hasta situarla frente a una de las computadoras y tecleó velozmente una instrucción, en la pantalla apareció un eje cartesiano sobre el que se dibujaba una curva.
-¿Le resultó difícil encontrar el parámetro efectivo de las frecuencias?
-No mucho, los datos que me dio eran muy acertados.
Eduardo le preguntó a Tomás-¿Sabe lo que nos proponemos?
Tomás se reclinó en el respaldo de la silla y dijo-Supongo que intentarán la anulación de la acción de las máscaras con una interferencia masiva en sus frecuencias de programación.
Avila se volvió sorprendido, Eduardo sonrió complacido y explicó-El muchacho no está solo.
Avila asintió en silencio y volvió su atención a la computadora, tomó el mouse e indicó cuatro puntos en el diagrama, apretó la tecla de intro y activó la zona indicada. En el ángulo inferior izquierdo de la pantalla apareció un contador en números rojos que inició una cuenta regresiva a partir de 30, cuando la secuencia finalizó apareció una leyenda que anunció “Operación Activada”. Avila explicó-El emisor tardará diez minutos en barrer todas las frecuencias y anular las máscaras.
-¿Qué espera de esto? –preguntó Tomás.
-Podría decirte que me guía la intención de reparar un daño o que me propongo la liberación definitiva de Malabrigo, y ambas explicaciones son ciertas pero no suficientes, tal vez todo se reduzca a promover un cambio que desbloqueé la historia… supongo que ya sabés quien soy…
Tomás respondió con seguridad, aún cuando segundos antes de enunciarlo era inconsciente del conocimiento-Eduardo Metco, miembro del Consejo Central del Partido de la Reconstrucción, número tres en la jerarquía estatal. –La atención de todos los presentes se situó sobre él, Eduardo asintió en silencio y dijo-Algo ha permanecido demasiado tiempo estancado en Malabrigo y el absceso debe ser destruido…
Avila sonrió complacido y Tomás pensó que el tipo era inconsciente del papel secundario que Metco le había asignado en su dispositivo, o lo tenía bien claro y había asumido su posición con una resignación entusiasta.
-De todos modos no sé para qué me necesita. –dijo Tomás.
-Necesito un testigo, un observador atento.
-Proceso concluido –anunció Avila.
Los travestis se abrazaron, Avila se incorporó y estrechó la mano de Eduardo; se veían satisfechos y distendidos. Tomás preguntó-¿Qué pasará con la gente que necesita las máscaras para sobrevivir?
Eduardo lo miró sorprendido como si no hubiera tenido en cuenta esa circunstancia o como si la hubiera descartado, dijo-Veo que es usted un humanista.
-Soy parecido a mi abuelo.
-Certero, muchacho, certero, se pone usted más agudo con cada segundo que pasa… respecto a su pregunta, supongo que algunos se suicidarán… otros recurrirán al canibalismo… en fin, es como barajar y dar de nuevo…
Entonces ocurrieron muchas cosas al mismo tiempo o los instantes que las separaron fueron tan fugaces que Tomás fue incapaz de percibirlas con características bien diferenciadas, de todos modos percibió que: la puerta de la sala se abrió con violencia y aparecieron dos individuos vestidos con trajes oscuros empuñando pistolas automáticas; los travestis se pusieron de pie con una velocidad admirable teniendo en cuenta su robustez y vestimenta y se arrojaron sobre ellos. El estruendo de los disparos fueron casi previsibles pero los fogonazos lo deslumbraron por unos segundos, se arrojó de la silla y trató de ponerse a cubierto. Oyó más disparos, el aire se impregnó de un olor acre y luego una voz segura que le sonó desconocida dijo-Ya terminó, Durrell, puede levantarse.
Tomás se levantó despacio. Los cadáveres de los travestis estaban caídos junto a la puerta, uno de los hombres de traje estaba apoyado contra el marco tomándose el vientre con las manos, la sangre que manaba de la herida le teñía las manos de un rojo irreal; el otro trataba de contenerlo mientras hablaba por un teléfono celular. Junto a la mesa se había ubicado un tercer hombre que ahora parecía dominar la escena; era un tipo delgado, de rasgos duros y ojos achinados, pelo largo negro y entrecano atado en la nuca, llevaba un traje gris y una corbata azul prolijamente anudada. Fumaba un cigarrillo con indolencia un tanto forzada. Tomás lo reconoció de inmediato como un dirigente de Malabrigo.
-Lopresti. –dijo Eduardo.
-Suponía que iba a ser más discreto, señor Metco.
-Pensé que ya habría inferido que hay momentos en que la discreción es un lujo y este es uno de esos momentos…
Lopresti dio una pitada al cigarrillo, exhaló el humo y se demoró unos segundos viendo como el cielo gris se elevaba hacia el cielorraso, comentó-Tal vez no haya sido un alumno tan aplicado o tal vez haya desarrollado un criterio propio.
-Todo es posible en Malabrigo, ¿a usted que le parece, Tomás?
-No todo, Metco, no todo.
Lopresti le dijo a Tomás-Así que usted es el nieto de Arregoitía.
La aseveración hacia vana cualquier respuesta, de todos modos, con un orgullo que podía fundamentar vagamente, Tomás dijo-Así es.
-¿Es su testigo, no? –preguntó Lopresti volviéndose hacia Eduardo.
-Veo que no está tan desorientado, Lopresti.
-Le agradezco que lo haya traído hasta aquí.
Por primera vez, desde que se había producido la irrupción, Eduardo pareció desconcertado y permaneció en silencio pesando las palabras del otro. Tomás desvió su atención de los rivales que ya lo estaban hartando con su juego de sobreentendidos y vio como dos hombres vestidos con ambos blancos subían en una camilla al herido y el otro se paraba ante la puerta, luego de apartar los cadáveres con el pie, en actitud de centinela.
Metco dijo-Vamos, Lopresti, se le nota mucho que está ansioso por enunciar una verdad indubitable…
-Señor Metco, nuestra relación ha sido siempre respetuosa y no creo que las actuales circunstancias impliquen una modificación…
Tomás anunció-Me dan asco.
El silencio dominó unos segundos el recinto hasta que una tos nerviosa de Avila lo interrumpió, luego Lopresti dijo-Usted es sólo la encarnación momentánea de tiempos muertos y creo que es tiempo despejar un poco el ambiente-, sacó una pistola automática del bolsillo interior del saco, la cargó y la apuntó al pecho de Tomás; se regodeó apretando de a poco la cola del disparador.
Tomás preguntó con tranquilidad-¿No se cansan nunca de hacerlo?
La mano de Lopresti comenzó a temblar con violencia, se tomó el antebrazo con la otra mano y trató de contener el temblor pero no lo consiguió, dejó caer los brazos al costado del cuerpo; tenía el rostro pálido y el pelo entrecano se había aclarado más.
-¿Está bien, señor? -.preguntó el centinela alarmado.
-Quédese tranquilo, Enriquez, no es nada.
Avila sonrió con desprecio y fue la última acción consciente de su vida: el disparo le dio en la frente y lo arrojó hacia atrás; rebotó contra el respaldo de la silla y cayó sobre el teclado de la computadora. Todavía conservaba la sonrisa.
Metco preguntó-¿Era necesario?
Lopresti guardó la pistola en el bolsillo interior del saco y explicó-Tal vez me excedí en la forma, pero el correctivo era absolutamente necesario… de todos modos, ya esta condenado -. Se volvió hacia el centinela y le indicó-Enriquez, llame para que vengan a retirar los cuerpos.

sábado, 9 de febrero de 2008

17.

Documento VII

“(…)¿Cómo se construye el futuro? No puedo olvidar el texto de Arregoitía, su densidad dramática pero fundamentalmente su clarividencia. ¿Cómo se enteró de las cuestiones que han comenzado a discutirse en las sesiones secretas del Consejo? Sé que no tuvo ningún contacto con los agentes del estado; no puedo ignorarlo porque desde hace más de tres años monitoreo su vigilancia. La cuestión que me atormenta es no poder recordar si la idea del canibalismo ritual apareció en el Consejo antes o después del estreno de “La herencia de Saturno”. Sería paradójico que Arregoitía, en su afán por construir una moral opuesta a la que rige en Malabrigo, haya planteado una opción para que nuestro poder se reproduzca y perdure. (…)
Del diario de Eduardo Metco, 20 de Noviembre de 1962.

Eduardo sabe que la traición es intrínseca a su vida, el doble juego está en sus genes y recuerda, con retorcido deleite, el papel que su padre jugó en el exterminio de las tropas de Malabrigo para terminar con la guerra. Baja el vidrio de la ventanilla apretando la tecla junto a la palanca de cambio, necesita aspirar con fuerza el aire de la tardía noche, no se niega a admitir que tiene miedo y que parte de ese miedo lo genera el hombre que viaja en el asiento trasero custodiado por los travestis que también han comenzado a temerle. Sonríe para sí y vuelve a preguntarse con sorpresa cómo pueden confiar en él los idiotas del Consejo y los infelices a los que ha prometido la liberación definitiva. Fe, necesidad de creer es la única explicación posible; conoce el sentimiento, lo tuvo alguna vez y tal vez lo siga experimentando, no es tan ciego como para no admitir que sus acciones están orientadas por el logro de una finalidad, aún cuando no en claro cual.
El sonido de las cubiertas rodando, la respiración ruidosa del chofer, el silencio ostensible de Tomás. Eduardo se vuelve y lo observa: el muchacho esta ensimismado e inmóvil, como si escuchara una voz interior. Lo mira y sonríe en silencio, Eduardo siente que un escalofrío le recorre la espina dorsal y el vello de la nuca se le eriza; se odia por sentir ese miedo que es tan cercano al pánico. Hace un esfuerzo, consigue sonreír y vuelve la vista hacia delante. Se dice que el miedo es perfectamente lógico, al fin y al cabo está a punto de cambiar drásticamente la historia de Malabrigo. Recuerda un atardecer de invierno: la reunión en el estudio de su padre se ha demorado más de lo habitual y él, apenas un chico de once años, recorre en silencio el largo pasillo que ya ha comenzado a oscurecerse por las sombras crepusculares y se acerca a la puerta entornada. Jamás ha intentado escuchar las conversaciones de los mayores (es demasiado educado para eso) pero está ansioso por concluir la partida de ajedrez con su padre y quiere saber si la reunión está por terminar. Se detiene a dos pasos de la puerta y escucha: su padre dice exasperado, como si no fuera la primera vez que hace el planteo, que hay que terminar de inmediato con la guerra y eso sólo logrará compensando a Azuria por sus bajas, es la condición dolorosa pero imprescindible, la única forma de que las potencias centrales reanuden las inversiones y el financiamiento. Una voz exaltada le responde que eso es lisa y llanamente traición, una condena a muerte para hombres que han dado todo por el triunfo de la patria. Hay un silencio que sólo es perturbado por carraspeos, pasos y movimientos de sillas; luego su padre con voz grave y firme dice que ,efectivamente, su proposición puede verse como una traición y una condena a muerte pero sólo si permanecen sujetos a una visión estrecha y coyuntural que como dirigentes del país no pueden mantener si tienen algún respeto por los deberes que hacia la nación han contraído. Eduardo se siente orgulloso y avergonzado y, confundido, decide alejarse del estudio; a la mañana siguiente se entera de que el ejército de Malabrigo ha sufrido una derrota aplastante en su avance hacia la capital azuria y las conversaciones de paz son inminentes, un sentimiento de amor y orgullo lo invaden con plenitud. Y decide entonces que él también, a su tiempo, asumirá la responsabilidad de dirigir los destinos de Malabrigo para conducirla a su destino de grandeza. Decisión que mantendrá sin fisuras durante los próximos cincuenta años y que, entre otras cosas, lo llevará a enfrentar dolorosamente a su mentor en una discusión violenta y amarga que precedió apenas en unos días a su muerte y de la que probablemente haya sido causa inmediata. Eduardo había visto a su padre como un ser gastado y enclenque, un despojo miserable del gran dirigente que había enviado cientos de hombres a la muerte con la convicción profunda de estar haciendo lo que la patria exigía.
El arrepentimiento y la desesperación de su padre le habían parecido canallescos, muy probablemente (y ,ahora, viajando en un taxi que podía estar llevándolo a su destino final) porque cuestionaban en profundidad los valores que había hecho suyos. El viejo se había negado enfáticamente a la instauración de la antropofagia selectiva como instrumento para la construcción de máscaras definitivas alegando que no era nada más que un episodio de la continua fuga hacia el futuro que se ejercía desde los orígenes en Malabrigo.
De esta forma, su padre había traicionado de nuevo, lo doloroso fue que esta última defección había sido dirigida a él.
El taxi se detuvo en un callejón detrás de un edificio moderno de gran tamaño, el lugar estaba desierto y había una puerta entreabierta de la que salía una luz mortecina que la niebla estrangulaba; antes de ordenar a los travestis que bajaran a Tomás, se volvió hacia él y lo observo en silencio. Tomás le sostuvo la mirada imperturbable, con una calma que era difícil de comprender dada la situación en la que se encontraba; claro, siempre y cuando uno no estuviera atento a la presencia de la anormalidad. Y entonces se produjo una ruptura y Eduardo ya no tuvo frente a sí a Tomás sino a su abuelo Pablo Arregoitía y mantenían una conversación que había tenido lugar treinta años antes.
Pablo se acomodó en el sillón de cuero y observó con atención los detalles decorativos de la sala, el Kandinsky, el Pollok y una diminuta escultura que supuso de Picasso sobre una mesita de ébano e hizo un gesto de exagerada admiración. Luego se inclinó sobre la mesa ratona, abrió la caja de puros, tomó uno y lo olió-Hmm, cubanos y de los buenos, pensé que Malabrigo adhería con entusiasmo al bloqueo.
-Formalmente, con entusiasmo formal.
-Supongo que el Departamento de Estado no desconoce estas negociaciones…
-Claro que no, pero sabe que nuestra lealtad es firme.
-¿Nuestra?
-La de Malabrigo.
-Ah, claro –admitió Pablo mientras encendía el cigarro con breves chupadas.
-Podés servirte si querés.
-Pensé que eran bienes del estado y en un país tan pujante.
-No, no son del estado, pero adelante, puedo darme el gusto…
-Siempre supe que ibas a hacer una carrera brillante…
Eduardo sabía que Pablo lo detestaba con frialdad, sin molestarse demasiado en exhibirlo ni ocultarlo, como si no tuviera mayor relevancia.
-¿Y qué te llevó a pensar eso?
-Tu inclinación temprana a acatar las normas y a mejorarlas…
-Puede ser que tu percepción haya estado agudizada por el contraste…
-¿Te das cuenta de que como confirmás mi percepción?
Eduardo sintió que había caído como un imbécil de nuevo en la trampa y tuvo que esforzarse para no mostrarse agresivo.
Pablo chupó el cigarro, saboreó con deleite el humo y lo liberó despacio viendo como se elevaba en el aire quieto del estudio, luego dijo-No es difícil imaginar tus acciones, siempre fuiste una persona clara, diría previsible si no lo tomaras como algo insultante.
-No, de ninguna manera, ¿podrías decirme cómo es la imagen que tengo de vos?
-Un tipo indisciplinado, con hábitos perjudiciales, incapaz de entender el concepto de disciplina.
-Bien, bien, estuviste bastante acertado, ¿puedo conocer los fundamentos de tu inferencia?
-Es fácil, vos estás regido obsesivamente por un principio básico, tendrías que hacer alguna consulta alguna vez…
-¿Y cuál ese principio?-preguntó Eduardo intentando parecer irónico y superado.
-Control, te aterroriza todo lo que no podés encuadrar en un marco bien definido.
-¿No exagerás un poco?
-¿Para qué me convocaste, entonces?
-La convocatoria no ha sido personal pero pensé que este ámbito era el más apropiado…
-Te escucho.
Eduardo se sentó frente a Pablo, tomo un cigarro de la caja y lo retuvo entre los dedos índice y medio de la mano derecha, y lo apuntó hacia Pablo.-El asunto es tu obra…
-Por ay cantaba Garay.
-La cuestión es grave, a pesar de tu incapacidad infantil para admitirlo; no podemos admitir que continúen las representaciones…
-Ah, ¿no?, ¿y se puede saber por qué?
-Si no lo sabés es mejor que no enteres. –explicó Eduardo disfrutando el momento, tanto que hasta se atrevió a encender el puro.
-Así será, entonces… ya encontrarán otra forma –aceptó con tranquilidad Pablo y se puso de pie dispuesto a dejar el lugar.
-¿Quiénes encontrarán?
-Te cito: “Si no lo sabés es mejor que no te enteres”, aunque es una cita falsa, sé muy bien en qué estás metido.
-Podría obligarte.
-Estoy seguro, podés intentarlo…
Eduardo se encontró de nuevo frente a Tomás, treinta años después y oye-La herencia de Saturno, claro, mi abuelo sabía hacia donde se dirigía Malabrigo y no lo calló.
-De una forma muy vaga…
-Lo suficientemente clara como para que fuera prohibida la obra…
Eduardo se esforzó por sonreír y ordenó a los travestis que bajaran a Tomás del auto.

viernes, 8 de febrero de 2008

16.

Este viejo está loco y yo también, claro. Y cada cosa que se agrega no hace más que aumentar el delirio:¿Qué es eso de que hubo conflictos porque el consumo de carne humana hizo descender el consumo de carne vacuna y los productores agropecuarios iniciaron un lockout que fue solucionado cuando el gobierno anunció una baja en las retenciones a la exportación?
-Sugiero que entremos–dijo el viejo-¿Tiene plata para la entrada?
-¿Tenemos que entrar?
-Es un lugar al que la policía no acude, puede considerarla una zona liberada…
Tomás se acercó a la ventanilla; una chica delgada con pelo teñido de verde, delgada y de ojos saltones, le sonrió seductora, tomó los billetes y le entregó dos entradas.
Se acercaron a la entrada y un hombre pálido, calvo y gigantesco tomó los boletos, los partió, les entregó la mitad y explicó-Consérvelos, con estos tiene una consumición acreditada.
-Gracias.
-Por aquí.
Descendieron por una escalera de caracol apenas iluminada por apliques que simulaban antorchas y difundían una luminosidad anaranjada; a medida que avanzaban el volumen de la música, un techno frenético aumentaba. El corredor se convirtió en una habitación ancha recorrida velozmente por potentes reflectores que iluminaban a los asistentes y sus actividades diversas: chicas desnudas bailando sobre los parlantes, parejas copulando, travestis jugando al poker, un grupo de enmascarados que parecían jugar a la ruleta rusa, etc.
-Un lugar divertido. –comentó Tomás esforzándose por hacerse oír.
-Este es el lugar de la falsa libertad, muchacho, pero vamos, tratemos de encontrar algún rincón apartado de los parlantes.
Atravesaron el centro del lugar y encontraron una mesa libre detrás de una columna de parlantes, cuando los ojos de Tomás se acostumbraron a la luz del lugar notó que detrás de la mesa yacían algunos parroquianos.
-Acá podremos estar tranquilos un rato –dijo Eduardo mientras encendía un cigarrillo.
-¿No les parece que es el lugar más evidente para buscarnos?
-No lo harán, muchacho, créame.
-¿Puedo pedirle algo?
-Sí, claro.
-No me llame muchacho, soy una persona mayor, tengo una hija…
-Perdóneme, no tuve intención de ser condescendiente.
-Está bien.
-Ahora tenemos que pensar qué hacemos para hacerlo llegar hasta su embajada… no será fácil… todo el sistema de seguridad está tras usted…
-Usted no hizo las cosas más fáciles…
-¿Hubiera preferido morir?
Tomás suspiró fastidiado, luego admitió-No, claro que no.
-¿Quiere tomar algo?, tenemos la consumición de la entrada…
-Un whisky.
-Bien, lo acompañaré entonces, ya vengo. –Eduardo se puso de pie y caminó hacia la barra, varias personas lo saludaron al reconocerlo, Tomás infirió que era un cliente habitual. Un personaje con una intencionalidad que no terminaba de exponerse. Una sensación de inminencia lo invadió con ferocidad, la sensación de que algo terrible estaba por ocurrir. Pensar en una catástrofe era redundante, el lugar todo era catastrófico. Tenía que salir de allí y rápido, nada bueno lo esperaba en esa tierra de desquiciados.
Eduardo dejó los vasos sobre la mesa y dijo-Es irlandés, del bueno.
Tomás tomó un trago y asintió en silencio.
Un poco más tarde, fuera de la disco, Tomás creyó recordar que Eduardo había hecho un gesto con la mano derecha y dos travestis se habían abalanzado sobre él, lo habían abrazado con fuerza y le habían tapado la boca; luego lo levantaron y lo obligaron a caminar hacia la salida. Eduardo caminaba adelante para evitar que cualquiera se interpusiera en la marcha.
Fuera del boliche Tomás notó que el frío era más intenso y desde el mar llegaba un viento húmedo, lo condujeron con firmeza hasta un taxi estacionado junto a la vereda y lo hicieron sentar en el asiento trasero entre los dos travestidos; adelante, junto al conductor se ubicó Eduardo y cuando el automóvil se puso en marcha se volvió hacia él y explicó-Tendrá que disculparme, muchacho, pero el irlandés tenía hierbas relajantes…
-La puta que lo parió. –consiguió decir Tomás y se inclinó hacia delante, pero sus guardias estaban atentos y lo inmovilizaron de inmediato, el que viajaba a la derecha le dio un beso en la mejilla y le pidió que se calmara. No fue el contacto con ese rostro que necesitaba urgentemente una afeitada lo que lo tranquilizó sino la percepción distorsionada de las calles: los objetos se transparentaban y perdían los contornos, adquiriendo formas difusas y erráticas.
-Ay, pobre, chico, parece que le pegó fuerte la datura.
Tomás se encontró en un rincón de un cuarto en penumbras y vio como dos hombres y dos mujeres desnudas con las cabezas cubiertas por capuchas carmesíes se acercaban a una mesa cubierta con un lienzo de terciopelo rojo bajo el que se adivinaba un cuerpo humano pequeño. El cuerpo de un niño, sin duda el cuerpo de Alicia supo con horrorizada certeza; intentó gritar pero no pudo, intentó correr pero sus pies estaban adheridos al piso. Una de las mujeres comenzó a descubrir el cuerpo yaciente corriendo el lienzo desde los pies hacia arriba y un hombre se acercó con una cuchilla dispuesto a hacer el primer corte; los pies de la niña se movieron, su hija aún estaba viva. Y por un instante que le pareció eterno el universo fue angustia y dolor.
Una sombra extinguió a los comensales y aniquiló la escena; se encontró en el taxi consciente de una presencia que no pudo poner en palabras, que lo confortaba y le daba seguridad.
-Hola. –lo saludó el travesti que lo había besado.
-Parece que no era tan fuerte el irlandés. –dijo Tomás.
-Parece que no para usted. –admitió Eduardo observándolo con atención.
-Creo que me ha subestimado.
-No exactamente, sólo lo estaba probando y me da gusta saber que no he perdido el tiempo…

15.

Documento VI.

“(…) La incapacidad de adaptación al medio es un síntoma típicamente adolescente, la comisión de evaluaciones fue contundente en demostrar ese aspecto de mi conducta. Las frecuencias de onda de mi cerebro son demasiado irregulares como para ser orientadas por los parámetros de los forjadores de máscaras diseñados hasta el presente y me niego a la antropofagia; tal vez mi destino sea ya la muerte voluntaria y la conversión en ofrenda ritual. Sólo pueden salvarme los espectros y el caos final… “

Nota encontrada en un alcantarillado público, Malabrigo, 1986.













6.
Vida cotidiana 2.

Irma encendió la luz y cerró la puerta, se quitó el auricular del oído derecho y el cinturón del que pendía la pequeña caja plateada. Recordó al tipo que en el bar le había preguntado sobre los problemas de audición; seguramente un extranjero, alguien incapaz de imaginar lo que se estaba jugando en el país. Pero, ¿qué se estaba jugando?, fuera lo que fuera ella no lo sabía. Tenía apenas veintidós años pero desde que tenía memoria escuchaba decir que las máscaras eran sólo una solución temporal al problema de fondo y cuando cumpliera los treinta podría acceder a una solución definitiva.
.Caminó hasta la cocina, llenó la pava con agua, la dejó sobre la hornalla y encendió el fuego con un fósforo. ¿Cómo sería vivir en un lugar donde las máscaras no fueran necesarias? De vez en cuando se hacía esa pregunta, a pesar de que no ignoraba que era el síntoma de un pensamiento muy próximo a la traición, y nunca había podido imaginar con claridad una situación alternativa.
Encendió el televisor: un auto policial detenido en una calle arbolada, una ambulancia, hombres con ambos blancos del sistema de Sanidad manipulando una camilla que cargaba un cuerpo cubierto por una sábana blanca, policías caminando en torno de la escena, primer plano de un cronista que micrófono en mano explicó: “Escasos minutos atrás una comisión policial concurrió hasta aquí por denuncia de vecinos y descubrieron un terrible hecho que enluta a toda la nación, algo que no ocurría desde los años de la Refundación: el asesinato a sangre fría de dos servidores del Orden.”
Apagó el televisor fastidiada, la pava comenzó a silbar, apagó la hornalla, sacó un taza del armario, la apoyó sobre la mesada y le puso un saquito de té; vertió el agua hirviente y se demoró unos segundos viendo como el líquido adquiría una tonalidad violácea apenas desvaída por el vapor emergente.
Sonó el teléfono, lo descolgó del soporte en la pared y atendió: Mario. Sabía que era peligroso mantener una conversación con él sin la máscara; pidió que la disculpara un momento, caminó hasta el living, se puso la máscara y tomó el teléfono inalámbrico.
Mantuvo una actitud interesada y afectuosa durante toda la conversación aunque con la habilidad necesaria para evadir los intentos de Mario por comprometerla a fijar una fecha para el matrimonio. Argumentó que pasaba por una situación laboral tensa y estaba preocupada por la inestabilidad psíquica que había demostrado su madre en las últimas semanas.
Cortó la comunicación con una despedida cariñosa, se quitó el auricular, volvió a la cocina y bebió un sorbo del té que ya estaba tibio. Era cierta la preocupación por su madre y específicamente por el alcoholismo que profesaba con devoción, y tenía bien claro que el whisky no era más que una máscara química. La entendía, claro que la entendía pero no podía soportar su proximidad por mucho tiempo. Sospechaba que la pena que experimentaba su madre por el hijo suicidado no era más que una excusa para evadir toda responsabilidad hacia otros. Y entre esos otros estaba ella, claro.
Lavó la taza y la puso a escurrir a un lado de la pileta, se puso una campera y salió. Apretó el botón del ascensor, la abrumó el silencio que dominaba el edificio, como si sus habitantes hubieran coincidido en la quietud, o en la muerte pensó estremeciéndose. Subió al ascensor y marcó la planta baja; cuando salió la alivió un poco oír los motores de los autos en la avenida.
El aire marino le trajo nostalgia de un lugar que había entrevisto en sueños y se reconvino diciéndose que era una sensación peligrosa; la indisciplina mental sólo podía traerle dificultades. Caminó una cuadra hacia el océano y se detuvo frente a un local que se anunciaba como “Taller-Mecánica General-“, golpeó tres veces con los nudillos de la mano derecha en la cortina metálica. Al cabo de unos minutos se abrió una pequeña puerta metálica en la cortina y asomó la cabeza una mujer rubia-Ah, sos vos, pasá, hace un rato estábamos hablando de vos.
-Disculpame, sé que es un poco tarde.
-No, para nada, pasá.
Irma entró por la pequeña abertura y siguió a Marta al interior del local; caminaron entre dos hileras de autos parcialmente desarmados a través del olor a nafta, grasa y aceite. Salieron del taller y siguieron por un corto pasillo hasta una cocina amplia y bien iluminada, sentado a la mesa estaba un hombre de largo cabello negro veteado de canas, ante él había una pava y un mate; sonrió y saludó a Irma-Qué bueno que viniste, hace un ratito hablábamos de vos…
-Ya le dije.
-Me siento importante –dijo Irma, se sentó y agarró el mate que le había alcanzado Cacho.
-Sos importante –aseguró Marta.
Irma sintió la mirada atenta de Cacho sobre ella y permaneció en silencio.
-¿Estás bien? –le preguntó Marta.
-No –se animó a decir.
-No es raro –dijo Cacho-no tenés la máscara puesta.
Lo miró molesta-Sé que ustedes nunca las necesitaron.
Marta y Cacho se miraron fugazmente, Marta preguntó-¿Cómo lo sabés?
-Vi que las usaban pero nunca estuvieron activas, no me pregunten cómo lo sé pero lo sé, cuando estoy en contacto con los que las usan percibo la vibración y nunca me pasó con ustedes. Hoy en el bar atendí a un extranjero que creyó que el auricular era un audífono; era un tipo raro, me dio la impresión de que algo o alguien estaba con él, como me pasa algunas veces cuando me quito la máscara, entonces pensé en ustedes.
Cacho chupó con fuerza el mate y volvió a buscar la mirada de su compañera, luego dijo-Tal vez te subestimamos.
-No, no creo; sé que ustedes saben cosas que desconozco y ese conocimiento no es gratuito…
Cacho y Marta la miraron expectantes.
-No tuvieron hijos… creo que es parte del precio que están pagando… mi madre, a su manera, también lo está pagando… no sé más que eso pero también sé que ya no soporto seguir así…
Cacho dijo-Es tiempo de que sepas más entonces… -e Irma no supo si el tono fue de resignación o de esperanza.

miércoles, 6 de febrero de 2008

14.

Documento IV

“(…) lo planteado es sólo una radicalización de la metodología aplicada en la confección de las máscaras; no se aprecia una diferenciación cualitativa sino la profundización de un procedimiento que tiende a la prevención de la psicosis generada por la persistencia de la anomalía. En tanto esta se presenta como una manifestación de entidades relacionadas directamente con la extinción física y la negación a aceptarla como un hecho propio de la experiencia humana, el mencionado procedimiento se propone como una forma de reforzar la consciencia del sujeto en la mera constitución física-y por tanto extinguible-de todo individuo. (…)”
Fragmento del acta de la sesión del Consejo de Crisis, Malabrigo, 21 de Septiembre de 1962.

Documento V

“(…)En la mayoría de las culturas primitivas se considera a la antropofagia ritual como una forma de adquirir las propiedades morales o espirituales del enemigo sacrificado; no es ese el propósito que justifica u origina esa práctica en Malabrigo sino lo contrario. La motivación malabriguense es el desprecio por el suicida; el que come se satisface en el cuerpo pero también en la derrota de la víctima, satisfaciendo así su innata tendencia predatoria. (…)”

Fragmento de Malabrigo Socialista, panfleto sin fecha.
























5.
Vida cotidiana

La despertó Francisco con un beso suave-Arriba, dormilona, que ya te preparé el desayuno.
Abrió los ojos y vio la luz dorada que atravesaba las cortinas y caía sobre el cobertor, movió un pie y se demoró observando como la luz variaba sutilmente sobre la cama. Experimentaba una languidez a la que estaba segura no era ajeno el ritual que se celebraría al atardecer; siempre y cuando ella mantuviera la voluntad de llevarlo a cabo.
Las máscaras ya se habían agotado para ella y el psiquiatra había aconsejado el paso definitivo; ya había pasado la edad mínima requerida (treinta años), Francisco estaba de acuerdo y ella sabía que era lo indicado, pero aún así no había podido vencer del todo el temor y la repugnancia.
-Vamos, nena, que se enfría el café.
Se levantó, se puso una bata, pasó por el baño y fue a la cocina; Francisco se había esmerado y había dispuesto una prolija mesa con café, leche, jugo de naranjas, manteca, mermelada, medialunas y pan tostado.
-¿Es por lo de la tarde, no?
-Sí, pero también por lo mucho que te debo…
Se acercó a Francisco, tomó su mentón con la mano derecha y lo besó largamente. Los interrumpió el pequeño Fernando que reclamaba su yogurt.
-Ya va, ya va, pero también vas a tener que tomar la leche y comer algo antes de ir a la escuela.
Mientras observaba desayunar a su hijo que charlaba animadamente con Francisco pensó que ese momento y sus perspectivas justificaban lo que ocurriría cuando llegara la noche; tenía un matrimonio que si bien ya había dejado atrás la pasión de los primeros años se mantenía firme, un hijo saludable e inteligente y una posición económica que mejoraba año a año. Nada podía poner en peligro esos logros.
Luego de desayunar, despidió a Francisco que marchó a su estudio, llevó a Fernando a la escuela, entró con él, lo despidió en la puerta del aula y caminó hasta la sala donde se realizaba la asamblea mensual de la Asociación de Padres. Luego de una discusión que le pareció interminable consiguió que se aprobaran dos de sus propuestas y que se asignaran los fondos para ponerlas en práctica. Se despidió de todos y en un café se encontró con una amiga a la que había prometido acompañar para recorrer casas de moda a fin de ver diferentes diseños de vestidos de novia. Pasaron lo que quedaba de la mañana abocadas a esta tarea, almorzaron y continuaron la recorrida; se despidió a las cinco arguyendo que tenía que volver a casa para recibir a Fernando aunque habían acordado con Francisco que él lo pasaría a buscar por la escuela y lo llevaría al cine.
Sentada a la mesa de la cocina bebió un té amargo y repitió mentalmente la oración prescrita, sonó el teléfono, atendió y una voz masculina anunció-Ya es tiempo.
Se dijo que ya no podía echarse atrás sin convencerse del todo.
Condujo hasta las afueras de la ciudad y detuvo el auto frente a un chalet de dos plantas con techo de pizarra negra y paredes cubiertas por una enredadera lozana. Caminó hasta la puerta y llamó, la recibió un hombre alto y delgado vestido con un traje gris que sin decir una palabra la condujo hasta un pequeño cuarto de paredes blancas amoblado sólo con una mesa y tres sillas; el hombre dijo-Espere aquí. –y salió de la habitación por una puerta ubicada en el extremo opuesto de la habitación. Esperó unos segundos inmovilizada por la ansiedad y el temor, entonces por donde había salido el hombre entró una anciana delgada y vestida con una toga púrpura que le ordenó con voz firme que se desnudara. Dudó y la mujer pareció comprenderla porque se volvió hacia la mesa donde ahora había un porrón de cerámica y una copa de cristal, llenó la copa con un líquido oscuro y brillante y se la ofreció-Esto te ayudará.
Tomó la copa y notó que su pulso no era firme, bebió el contenido de un trago y sintió que un fuego amargo la recorría y llegaba velozmente a su consciencia.
Comenzó a desvestirse, se quitó las botas, las medias, la camisa y la pollera y las dejó sobre una silla.
-Todo –ordenó la mujer impasible.
Desprendió los broches del corpiño, se lo quitó y lo dejó sobre la mesa; los pezones se le endurecieron en el frío de la habitación y cruzó los brazos sobre el pecho.
-Todo –insistió la otra.
Llevó los dedos hasta el borde del elástico de la bombacha y allí los detuvo.
-Nadie te obliga, pero no estás dispuesta deberás retirarte ahora y para siempre.
El terror y la desesperación la marearon, trastabilló por unos segundos y se apoyó en la mesa, cuando consiguió recuperar el equilibrio se desnudó.
La mujer se acercó y la contempló admirativamente, tomó las ropas y dijo-Seguime.
Pasaron a otra habitación iluminada por una lámpara de pie, sobre una pared había un sofá de terciopelo negro; la anfitriona indicó-Recostate en el sofá y sé receptiva.
Se recostó, apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y trató de relajarse mientras repetía el mantra que le había sido asignado. Sintió unas manos cálidas que le separaban los muslos, ante ella un hombre encapuchado y desnudo se disponía a penetrarla.
-No.
-Es la única forma. –dijo el hombre.
-No.
-Es la única forma –repitió el hombre moviéndose con lentitud; comenzó a llorar en silencio y trató de olvidarse, intentando descartar los destellos de placer que se iniciaban.
El hombre se retiró satisfecho, se puso de pie y le alcanzó una copa del mismo licor que había bebido en la antesala-Esto te ayudará.
Se sentó en el sofá, tomó la copa y la vació de un trago. Un deseo como nunca había experimentado la encendió entera, suspiró y el hombre sonrió-Veo que vas comprendiendo –se volvió hacia la puerta y anunció-Señores, pueden entrar.
Tres hombres desnudos y encapuchados ingresaron en la habitación y copuló con cada uno de ellos, luego el primer hombre la ayudó a ponerse de pie y dijo-Has dado el primer paso para volver a nacer y ser toda de Malabrigo; ahora acompañanos –la tomó del antebrazo derecho y la condujo hacia una habitación contigua: un cubo iluminado por tubos fluorescentes que iluminaban una cama alta cubierta por un lienzo púrpura. El hombre la ubicó a un lado del lecho, los otros se situaron alrededor.
-Es tiempo de que seas una con Malabrigo, ¿Estás dispuesta a dar el paso?
-Sí, estoy dispuesta
-Procedan.
Un hombre quitó el lienzo y descubrió el cuerpo desnudo de un hombre joven, un oficiante deslizó la hoja de un cuchillo de acero sobre el muslo izquierdo del cadáver y cortó una tira de carne, luego se la ofreció al hombre que estaba parado junto a ella.
-Sea esta comunión el pacto que selle tu alianza definitiva con Malabrigo –dijo el hombre llevando la carne a la boca de la novicia.
Mordió la carne y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la náusea; masticó, trago y casi de inmediato experimento un hambre feroz que la impulsaba a devorar cada milímetro de ese cuerpo vencido.
A la mañana siguiente se despertó renovada, con una alegría y un entusiasmo que no experimentaba desde la infancia. No pudo oír a Francisco caminando por la casa y recordó que había ido más temprano a la oficina porque tenía que preparar los documentos contables para una inspección fiscal.
Mientras tomaba un café sentada a la mesa de la cocina pensó que había que mandar las cortinas al lavadero, era impresionante lo rápido que juntaban polvo; el gobierno decía que la polución ambiental había disminuido pero sus cortinas decían otra cosa.
Fernando entró en la cocina y en lugar de reclamar por el yogur se quedó mirándola extrañado, como si no la reconociera. Pensó que ya era tiempo de que su hijo se iniciara en el uso de una máscara infantil.