sábado, 16 de febrero de 2008

21.

La mujer quedó inmóvil, un charco de sangre se extendió bajo el cuerpo. Tomás no podía ver el rostro pero de alguna forma sabía que los ojos estaban abiertos y las pupilas dilatadas; así continuarían hasta que la muerte avanzara en su trabajo.
Pasados unos minutos se abrió el portón al otro extremo del pasillo y dos hombres uniformados caminaron hacia la celda con una lentitud próxima a la resignación; cuando estuvieron próximos a Tomás evitaron mirarlo, tomaron el cuerpo por las extremidades y se lo llevaron. Luego otro hombre trajo un balde y un trapo y limpió la sangre del piso.
Tomás desprendió las manos de los barrotes y sintió un repentino dolor en los dedos: estaban pálidos y marcados por la forma de los barrotes, comenzó a frotarse las manos, caminó hasta su litera y se sentó.
Metco carraspeó como si se dispusiera a hablar, pero se limitó a sacar un cigarrillo del bolsillo de la camisa. Lo observó con atención, como si se tratara de un artefacto propio de una cultura apenas conocida, lo hizo un bollo y lo arrojó al inodoro. Tomás notó que el rostro del viejo exhibía una palidez poco habitual.
-¿Es evidente, no? –preguntó Metco con voz cansada.
-No sé de qué habla.
-Supongo que está en su derecho.
-No se ponga melodramático… ¿por qué no hizo que lo mataran antes de que lo detuvieran?
-Nunca dije que fuera valiente, además es muy difícil desprenderse de la soberbia, ahora mismo creo que seré capaz de resistirlo…
-Me alegra que siga firme en su propósito.
-Es lo que me mantiene cuerdo…
-Bueno, es un modo de decirlo…
-Tampoco tiene que ser tan astuto todo el tiempo.
-Es el lugar, casi siempre soy un buen muchacho…
-¿Cree que nunca existió un lugar como Malabrigo?
-La verdad es que no sé pero como excusa me suena bastante primaria…
-Tal vez lo sea, pero incapaces de comprender la naturaleza profunda de este lugar tampoco podemos establecer una relación causal entre nuestras acciones y los hechos que devienen posteriormente…
-¿La mala fe lo hace ponerse pomposo?
Metco sonrió con tristeza y esta vez consiguió identificar un cigarrillo y su función específica, lo encendió y le dio una pitada, luego dijo-La mala fe es imprescindible para el ejercicio del poder… el poder, lo único real en Malabrigo, hasta su abuelo participó de la contienda.
-Parece que él tuvo algún éxito
-Tiene usted un fino sentido del humor, no me cansaré de decírselo y una agudeza contundente, claro... pero continúo, me es necesario... el poder es la droga más adictiva yo comencé a degustarla de niño, mi padre me legó su adicción con habilidad... siempre ha sido así y siempre lo será....
-¿Y entonces para qué ha desactivado las máscaras?
-Pensé que era necesaria una renovación.
-Supongo que no estará arrepentido...
-No, en absoluto, el poder es la droga más adictiva.
-Por eso las desactivó...
-Claro.
Tomás se puso de pie y caminó hasta las rejas, preguntó--¿Qué le parecería si lo liberara rápidamente de todo sufrimiento?
Metco bajó la vista, Tomás continuó-Ha sido hábil para retenerme aquí, pero ya está, se acabó, fue suficiente.
-Usted tiene que quedarse, tiene que permanecer aquí. -gritó Metco y se levantó.
-No sea patético, Metco.
-No puede irse, esta es también su historia.
-Su problema es la incapacidad para pensar fuera del esquema en que se ha encerrado...
-Tendrá que matar para salir de aquí, ¿no recuerdo lo que le pasó a la mujer?
-¿Ahora se pone humanitario?, vamos, no sea payaso.
-Usted no puede irse. -gritó Metco y se arrojó sobre Tomás, antes de tocarlo fue arrojado con violencia hacia atrás y cayó pesadamente sobre el camastro. Tosió y empezó a respirar con dificultad.
-Ya está, Metco, lo que temió ya ha ocurrido, aunque no quiera verlo, su ceguera ya no funciona.
El viejo lo miró aterrorizado, las pupilas dilatadas, la boca entreabierta, su tórax sacudido por convulsiones.
-Eso sí, no intente matarse, sería redundante.
Tomás empujó la reja que se abrió con facilidad y caminó hacia el extremo del corredor. Se sentía afilado y poderoso, como un cuchillo recién forjado.
Las cosas cambian de lugar o adquieren, sencillamente, el lugar que les corresponde. La vibración se multiplica en láminas longitudinales de ozono, el sabor férreo de la sangre joven vuelve en oleadas ahora nauseabundas. El dolor es una corriente eléctrica habitando cada centímetro de su cuerpo de setenta años, cada tejido es tensado por arcos de acero que actúan como verdugos de pedernal, seculares y sabios. No, yo, no, Eduardo Metco se disuelve en dos vocablos sin peso, y cuando cree (o ansía) estar a punto de apagarse, vuelve a la conciencia de su dolor innominado.
Tomás vagaba por las calles desoladas intentando acomodar sus pensamientos a la acción que había presenciado, a la que sabía que se estaba desarrollando y a la que sospechaba. No le había resultado difícil salir de la prisión, y aquella facilidad le había hecho sospechar que todo el orden del poder que, en teoría, sojuzgaba Malabrigo mostraba hilachas notables. Metco había mostrado un juego sutil y elaborado pero sus reemplazantes parecían carecer de sus capacidades. O tal vez la cuestión en que los había aventajado Metco era simplemente su aparición. En cierta forma, yo soy una aparición espectral de una consistencia imprevista. Aquella inferencia le pareció dudosa, como si la aparición de la mujer frente a su celda, su muerte, la huida fácil hasta lo absurdo, no fueran más que otra puesta en escena.
Tropezó con el cordón de la vereda y tomo conciencia de que había cruzado la calle sin mirar a los lados, precaución inútil ante la desolación imperante. Tengo que salir de aquí de alguna forma, si consigo llegar al hotel podría llegar a conseguir un auto para llegar hasta el aeropuerto, pero:¿habrá alguien capaz de operarlo? Paso a paso, se dijo, y caminó hasta un teléfono público, levantó el tubo y comprobó que la línea estaba muerta. Golpeó el tubo contra el tablero hasta que consiguió quebrar la cubierta plástica y quedó en sus manos la estructura metálica, lo arrancó y lo arrojó al medio de la calle.
Se sentó en el cordón de la vereda y se agarró la cabeza con las manos. Tiene que haber una forma de salir, tiene que haber una forma de salir, repitió como una oración intentando evocar al poder que lo había mantenido con vida en ese lugar repugnante. Al cabo de unos minutos se puso de pie y siguió caminando, accedió a una plaza y a una veintena de metros vio a una mujer y un hombre sentados en un banco. Eran los primeros seres vivos que encontraba desde la salida de la cárcel, exceptuando, claro, a un setter irlandés rojo que había cruzado como un fuego fugaz ante él. Se acercó a la pareja y ellos lo observaron con atención mientras se acercaba a la distancia suficiente como para poder comunicarse sin necesidad de gritar.
-Buen día.
El hombre robusto de barba y largo pelo entrecano lo saludó-Buen día, sentate.
Tomás se sentó en un extremo del banco, junto al hombre, consciente de la mirada interesada que le dirigía la mujer desde el otro extremo.
-Son las primeras personas que veo en varias cuadras...
-Sí, es un día raro... ¿estabas paseando?
-No, no al menos voluntariamente, estoy intentando salir de la ciudad...
-Me pareció que no eras de aquí...
Tomás no supo si lo que había dicho el hombre era cierto, pero no tuvo ánimo como para poner en palabras su duda.
-El aire está cambiando... -comentó el hombre.
-No sólo el aire... -respondió Tomás.
El hombre lo miró en silencio, la mujer se movió nerviosamente en el asiento.
-Puedo ayudarte a salir...
-¿Cómo?
-En el puerto podemos encontrar algún pesquero que te lleve hasta Azuria.
-¿Encontraremos gente dispuesta a tripularlo?
-Podemos, a unas cuadras tengo el taller, me dejaron una pickup de clavo, puedo alcanzarte hasta el puerto...
-No tengo mucho dinero.
-No te preocupés, si encontramos alguien capaz de sacarte de Malabrigo no va a ser necesario...
-Gracias, soy Pablo Durrell. -dijo Tomás extendiendo su diestra.
-Oscar Ojeda. -se presentó el hombre mientras estrechaba la mano de Tomás-pero todos me dicen Cacho.
El apellido de Oscar produjo una resonancia persistente en la conciencia de Tomás hasta que se liberó de aquel ruido diciendo-Ojeda es el apellido del sargento, del único sobreviviente de la batalla contra Azuria en el frente norte.
Cacho sonrió satisfecho y replicó-Y Durrell era el apellido del gringo que se casó con la hija de Pablo Arregotiía y se la llevó de Malabrigo...
Irma los miró a los dos, y notó que entre ellos se había originado una energía tensa. Permanecieron en silencio, como si midieran la fuerza que podrían cargar las palabras que siguieran a partir de entonces.
Irma explicó-Cacho nunca tuvo que usar máscaras.
-Lo sé. -respondió Tomás.
-Estoy rodeada. -dijo Irma.
-¿Así que vos sos el nieto de Pablo? -preguntó Oscar.
-Ese soy yo, y vos sos el hijo de Ojeda...
-Ese soy yo.
-Ustedes también tienen que irse
-Podríamos, claro, pero si aguantamos hasta ahora... -dijo Cacho, y Tomás comprendió.


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