viernes, 15 de febrero de 2008

20.

Diana vio como el guardia en su pequeña cabina iluminada con una fantasmal luz azulada apretaba la tecla que accionaba el portón eléctrico, que comenzó a moverse con una lentitud exasperante. El aire estaba frío pero percibió que unas gotas de sudor se le escurrían por la frente, cuando el acceso estuvo libre atravesó el umbral con paso decidido; su voluntad era fuerte y se había acrecentado a partir de la iniciación como si desde entonces fuera con plenitud una con Malabrigo. Se pasó la mano derecha por la frente y la secó en el pantalón.
La ejecución del extranjero le permitiría acceder a instancias superiores; Lopresti le había dicho que su designación había sido el resultado de una exhaustiva selección entre más de cuatrocientos aspirantes y esa información aún no dejaba de sorprenderla. No podía convencerse del todo de su propia importancia.
El pasillo estaba iluminado apenas con lámparas que desparramaban una luz mortecina sin disolver por completo la oscuridad; sus pasos, a pesar de estar calzadas con zapatillas de suela de goma, producían un sonido perceptible. Se detuvo e hizo una inspiración profunda tratando de encontrar el equilibrio profundo, consiguió relajarse y reemprendió la marcha.
Cuando distinguió los barrotes que limitaban la celda de aislamiento desplazó la corredera de la sub-ametralladora hacía atrás y puso el índice de la mano derecha sobre la cola del disparador. Entonces comenzó a recitar el mantra necesario para motivarse.
-Alguien viene -. dijo Metco.
-Cambio de planes, supongo -comentó Tomás que había oído el desplazamiento del portón y luego los pasos livianos sobre el cemento del corredor –Es una mujer.
-No sabía que tenía un oído tan agudo.
-Últimamente parece tener dificultades para prever…
Tomás se puso de pie y caminó hasta la reja: la mujer era delgada y menuda, estaba vestida con una especie de uniforme militar negro y llevaba un arma entre sus manos; se detuvo y lo apuntó. Tomás movió la cabeza de un lado al otro y suspiró fastidiado.
Diana apuntó y se dispuso a disparar.
Tomás supo que, de nuevo, el poder próximo a él se manifestaba, la mujer bajó su arma y luego la dejó caer; quedó inmóvil con los brazos a los costados y la mirada perdida.
Diana estuvo desnuda e inerme frente a una luz tan intensa que anulaba toda percepción de color, pero no había sido cegada, por el contrario, su visión se había agudizado a tal punto que había hecho innecesarios los ojos. Podía (estaba obligada a) ver lo que había emprendido a negar desde la infancia y no solo a ver sino también a tocar, oír, oler y gustar. La saturación perceptiva presionaba su consciencia buscando su aniquilación, pensó hijo, pensó muerte y se extinguió.
La mujer se tambaleó, despidió un chorro de sangre por la nariz y cayó. Tomás se miró las manos.
Metco, que estaba parado junto a él y observaba el cuerpo exánime, dijo-No, no cargue con esa culpa.
-Vino a matarme.
-Creo que sí.
-¿Lopresti?
-Puede ser, pero no es el único idiota.

Lopresti estaba sentado a su escritorio, había olvidado el cigarrillo en el cenicero y una columna de humo gris se elevaba con morosidad hacia el cielo raso en el aire inmóvil del despacho. La luz sin demasiada energía de una mañana nublada y ventosa atravesaba los cristales y se derramaba sobre las planillas que había estado consultando obstruida en parte por su sombra. Se había sentado de espaldas a la ventana contrariamente a lo que era su costumbre, sentía un raro rechazo por la mañana que había amanecido en Malabrigo. Temprano, luego de salir de su casa para caminar los dos kilómetros entre su casa y el despacho (como lo hacía habitualmente), había percibido una desolación agobiante: las calles estaban desiertas bajo la luz gris, hojas y trozos de papel giraban en remolinos provocados por el viento sudoeste. Y aún más inquietante había sido ver que nadie parecía interesado en hacer recuperar a Malabrigo la pulcritud que le era característica. Luego, un setter irlandés de pelaje rojizo había aparecido abruptamente en una bocacalle arrastrando una correa de cuero y se había alejado de la misma forma; después la aparición de un hombre robusto y de cabello largo y entrecano que caminaba junto a una mujer joven, delgada y rubia. El tipo se le parecía con levedad inapelable, como si fueran parientes lejanos pero la vestimenta (los vaqueros raídos, la campera de corderoy que alguna vez había sido ocre) indicaba con claridad que el individuo no estaba a su nivel.
Había escuchado con claridad cuando la mujer pregunto al hombre: “Es uno de ellos,¿no?” y al hombre responder afirmativamente.
El miedo, que se redujo un poco cuando avistó al guardia en su caseta de vigilancia, había vuelto luego de revisar las planillas. Ahora sabía que había sido ese miedo el que lo había impulsado a manipular a Diana y asignarle un blanco. Sabía también que al dar esa orden estaba desobedeciendo una orden expresa pero no ignoraba que su vertiginoso ascenso en la estructura gubernamental se debía en gran parte a su capacidad de tomar iniciativas propias.
Volvió su atención hacia las planillas que había elaborado el Departamento de Sociología Aplicada, el resultado era alarmante, claro, siempre y cuando se lo ubicara fuera de contexto; los de Prensa y Difusión tenían un lindo trabajo por delante, pero ya encontrarían la forma.
Sonó el teléfono, el guardia le informó que el señor Alsinoff había entrado al edificio (la voz expresaba temor y respeto, un efecto que Alsinoff despertaba conscientemente en sus subordinados), agradeció el aviso y cortó la comunicación; luego dispuso con cuidada desprolijidad las planillas sobre el escritorio e hizo algunas anotaciones ininteligibles en un block de notas.
La puerta se abrió silenciosamente y Alsinoff entró; y si bien era de estatura mediana y no precisamente atlético, su presencia pareció cubrir cada centímetro del despacho. Estaba, como era su costumbre, vestido con una traje azul oscuro y llevaba el pelo renegrido (artificialmente) peinado con prolijidad y fijador; los bigotes oscuros y tupidos estaban delineados con exactitud. Antes de hablar le dirigió una sostenida mirada reprobatoria, y Lopresti supo que Diana había fallado en su misión.
-Buenos días, señor Alsinoff –dijo poniéndose de pie.
Alsinoff le indicó que volviera a sentarse, se sentó en el sillón del otro lado del escritorio y habló con voz grave y profunda, enunciando con claridad las palabras, disfrutando del sonido de cada una de las sílabas. –Vea, Lopresti, siempre lo consideré un funcionario hábil, un tipo de mente ágil, rápido… y usted sabe que algunas veces, por esa razón, le dejé pasar faltas que hubiera considerado graves en otro… -se detuvo, creando el suspenso que consideraba necesario con éxito: Lopresti carraspeó y se movió nervioso en el sillón.
-¿Ya sabe por qué estoy aquí, no?
-Diana.
-Exactamente.
-¿Qué pasó?
-Vamos, Lopresti, no se haga el tonto.
-No, señor.
-¿Por qué lo hizo?
-Pensé que era necesaria la eliminación del extranjero.
-No le pagan para pensar, Lopresti, y ,espero que ahora se de cuenta.
-Creí que era urgente instrumentar las medidas necesarias para terminar urgentemente con la amenaza grave que constituía el extranjero.
Alsinoff sonrió con ironía-Instrumentar las medidas necesarias para etcétera, etcétera, Lopresti, ¿nunca pensó en leer en serio?
-No comprendo, señor.
-Está bien, no importa… dígame la verdad, Lopresti, ¿no fue su decisión por el enfrentamiento que tuvo con el extranjero, una cuestión meramente personal?
Lopresti bajó la mirada y dudo, si mentía su intento de engaño sería evidente ante la desarrollada perspicacia de Alsinoff pero si decía la verdad admitía la comisión de una indisciplina grave, dijo-No soporté la demostración de poder que ese tipo hizo ante mí.
-¿Pensó tal vez que su juicio era más apropiado para juzgar lo que correspondía hacer que el de su inmediato superior?
-No, señor, me dejé llevar por un impulso.
-¿Faltó a la disciplina?
Lopresti sabía que Alsinoff estaba disfrutando la situación, que no desperdiciaba la más mínima oportunidad de degustar cada fracción de poder que detentaba y eso lo hacía tan admirable y odioso.
-Sí, señor, falté a mi disciplina.
-¿No quiere saber qué pasó con la mujer?
-No, señor.
-Hace muy bien, no tiene derecho a saberlo.
-Sí, señor.
-Será castigado severamente.
-Lo merezco, señor.
-Muy bien, Lopresti, esa es la única actitud posible si aún quiere tener un futuro en la nueva Malabrigo . ¿Tenía alguna relación con la agente?
-Sólo sexuales, señor.
-Bien, esté atento y tenga cuidado. Lo veo más tarde.
Alsinoff se puso de pie y caminó hacia la puerta, lo hizo con lentitud, como si intentara dejar su presencia impregnada en el lugar; atravesó el umbral y marchó por el corredor hasta la salida. Saludó al guardia y ya en la calle se levantó el cuello del saco para protegerse del viento que soplaba desde el mar e hizo un gesto de desagrado al ver los papeles y hojas junto al cordón. Se dijo que no debía ponerse ansioso justo ahora cuando las cosas empezaban a resultar tal cual había sido previsto, salvo la demora en el suicidio de Metco, claro. Agitó la cabeza para desechar el pensamiento y le hizo una seña al chofer para que acercara el auto.
Lopresti se asomó a la ventana y vio como el auto negro se alejaba hacia la avenida costanera; Alsinoff se había ido pero su amenaza continuaba presente y la ambigüedad la hacía más atemorizante. Se dijo que no tenía excusas, había cometido un error grosero pero no podía encontrar la culpa necesaria para auto disciplinarse; tuvo que admitir que comenzaba a temerse.

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