martes, 19 de febrero de 2008

22.

Alsinoff encendió un cigarrillo y permaneció de pie en el centro de la celda, pensativo, la vista fija en el bulto cubierto por la manta de lana ocre sobre el camastro. Por un momento creyó percibir que ningún movimiento lo animaba y la alegría comenzó a abrirse paso como una sensación de distensión en el pecho. La frustración la reemplazó de forma abrupta: el bulto se movió, la manta fue desplazada por unas manos temblorosas y sintió los ojos del hombre recostado sobre él. Alsinoff sonrió con fastidio y permaneció en silencio.
-Gracias por la visita... querías saber si todavía estaba vivo...
-Exactamente, un gesto de educación.-respondió Alsinoff y comenzó a caminar por la celda-¿Qué pasó con el joven?
-Supongo que se aburrió.
-¿Sabías que esto pasaría?
-Para serte franco, no, tuve alguna sospecha pero no pensé que sería capaz de abandonarme...
-¿Abandonarte?-preguntó Alsinoff .
-Era mi testigo.
-Fallaste en su manipulación entonces...
-¿Dónde está?
-Lo perdimos. -respondió Alsinoff y arrojó lo que restaba del cigarrillo al inodoro.
-Demasiadas variables... -comentó Metco pensativo.
-No entiendo.
-Malabrigo se ha convertido en un juego de demasiadas variables.
Alsinoff sospechó que si seguía esa línea de pensamiento no tardaría en caer en la inseguridad y la duda. Encendió otro cigarrillo y aspiró la primera pitada con fuerza.
-Supongo que no confiás en mi diagnóstico.
-¿Por qué debiera creerte? Estás acabado y tratás de negociar la forma de tu muerte...
-Ah, la eterna sospecha, hacés bien en desconfiar pero harías bien en mantener una actitud más abierta...
-Desconocía tus dotes proféticas...
-No las tengo, sólo puedo hacer una proyección sobre las variables que conozco.
-¿Qué buscabas entonces con la destrucción de las máscaras?
-El caos que origine la aparición de un orden nuevo...
-¿Qué tiene de malo el actual?-pregunto Alsinoff y se sentó en el catre frente a su rival.
-No entiendo la pregunta, ¿acaso no conocía el Consejo mi proyecto de destrucción de las máscaras y de todos modos me permitió actuar?
-Eso es un sofisma, Metco y bien lo sabés, permitimos la destrucción de las máscaras para acceder a un nivel superior; para nosotros es meramente un sinceramiento necesario.
-Lo siento pero fracasarán...
-¿Cómo podés saberlo?
-El ritual máximo ya no servirá para alejar la anomalía; de hecho he documentado suicidios entre miembros del Círculo Interior...
Alsinoff se puso de pie con violencia-Estás mintiendo...
-¿Qué interés tendría en hacerlo?
-¿Cómo no llegó esa información al Consejo?
-No son los únicos en saber trabajar en secreto.
Alsinoff sonrió con escepticismo-Fue un buen intento.
-Puedo darte la ubicación de los archivos.
-¿Por qué lo harías?
-Para tener una ejecución pública, limpia y notoria.
-Estás loco. -dijo Alsinoff con repugnancia.
-Puede ser, pero tengo la información...
-¿Qué te hace pensar que me interese?
-Nada, en verdad, tengo una oportunidad y trato de aprovecharla.
Alsinoff salió de la celda, caminó por el pasillo, saludó al guardia que controlaba el portón de acceso y llegó a la calle. Caminó hacia un auto negro y contundente en su esfuerzo por exhibirse como símbolo de poder estatal (dimensiones, brillo de cromados y pintura), el chofer lo esperaba junto a la puerta trasera-¿A dónde lo llevo, señor?-preguntó mientras abría la puerta.
-Dé una vuelta por la ciudad, necesito pensar.
-Como usted diga, señor.
Recorrieron las calles desiertas y ventosas, pasaron frente a la Casa del Concejo, el Parque Central, el centro comercial y siguieron por la ondulante avenida costanera. Perdida la vista en el gris pizarra del mar, Alsinoff ordenó al chofer que condujera hasta la encrucijada.
-¿La encrucijada, señor?
-¿Qué, le llama la atención, Verduk?
-No, sólo que nunca lo llevé allí, señor.
Alsinoff se preguntó si el chofer, uno de las más disciplinados cuadros del círculo interior temía visitar el cementerio de los suicidas-La encrucijada forma parte de Malabrigo. -dijo.
-Claro, señor, una parte lamentable que pronto será superada.
Alsinoff intentó sin éxito (parecía ser un día apropiado para el fracaso) determinar si lo dicho por el chofer había sido la enunciación de una convicción sincera o de la lealtad preestablecida que debía frente a un superior.
El auto ascendió por el extremo norte de la costanera, con el mar a su derecha y el viento que soplaba con fuerza desde el sudoeste haciendo vibrar apenas la pesada carrocería.
Alsinoff bajó del auto y comenzó a caminar entre las tumbas en el sector que se destinaba a las más recientes; se había puesto sus anteojos de marco de oro y leía las lápidas con avidez, tratando de contener la angustia que asumía la forma de un intenso ardor estomacal. No encontró ningún nombre que pudiera identificar como integrante del círculo interior. Claro que los nombres podían haber sido modificados para ocultar la novedosa anomalía. Sólo quedaba volver a su despacho y rastrear algún registro en los archivos. Lo dicho por Metco podía ser un intento desesperado por creer que aún conservaba algo de poder pero también podía ser cierto. Alsinoff se estremeció y supo que el estremecimiento nada tenía que ver con las condiciones climáticas.
Subió al auto y ordenó. -A casa, Verduk.
-¿Al palacio Zorroquín?-preguntó el chofer sorprendido por la directiva
-No, a mi casa.
-Claro, señor.
Es un suboficial de los mejores, se dijo Alsinoff, está sorprendido y quizás atemorizado pero mantiene las formas con eficiencia; sintió un afecto sin dobleces hacia aquel hombre y un orgullo carente de modestia por la eficiente labor que había desarrollado en su formación. Claro, pero tenés que ver a Amelia. Ella había sido su esposa durante casi treinta años y si bien no podía precisar con exactitud qué era lo que había llevado a ambos a la unión marital; estaba convencido de que, de algún modo, ambos habían salido ganando. Sonrió; Amelia, la que a medida que envejecía iba definiendo con más exactitud su aspecto de bruja a pesar de los obsesivos cuidados que llevaba respecto a la estética de su cuerpo y ropas. Alguna vez, una noche de copas seguramente (el recuerdo era difuso) había pensado en ella como Lady Macbeth; con el tiempo sólo podía imaginarla como una de las brujas propiciatorias. La odiaba, cierto, y ella le correspondía, pero al mismo tiempo la necesitaba y esa necesidad y su conciencia no eran más que un alimento del odio. Un círculo vicioso que no tenía voluntad de romper; lo había intentado pero ya no. Lo aceptaba como una fatalidad, como una condena inapelable y perversamente placentera.
El auto se detuvo, a través de la verja pudo verla vestida con ropa de trabajo dándole indicaciones al viejo jardinero. Y una vez más, Alsinoff percibió uno de los motivos, tal vez no el menos importante, del odio que sentía respecto a Amelia: la familiaridad respecto a los subordinados.
Bajó del auto, le indicó a Verduk que lo esperara y se acercó a la verja; Amelia le sonrió divertida y se acercó a la verja para abrir el portón.
-Hacía rato que no aparecías por aquí, algo grave debe estar pasando -saludó Amelia con una voz clara que los años no habían conseguido desgastar.
-No esperaba un recibimiento tan acusador, veo que no cambiaste.
-No siempre se recibe lo que se espera, estás grande y ya debieras saberlo.-respondió Amelia mientras abría el portón.
-Por favor, no hablemos de esta forma en presencia de extraños. -pidió Alsinoff con un susurro exasperado.
-Está bien, ¿ querés tomar un café?
-Sí, claro.
Amelia caminó por el sendero de lajas hasta la puerta frontal de la casa y Alsinoff viéndola caminar delante confirmó que sus poderes brujeriles continuaban intactos.
Se sentó en un sillón junto a la ventana, y le desagradó recordar que era su sillón preferido cuando se habían mudado a esa casa y los dos eran jóvenes, creían que estaban enamorados y su ascenso en el escalafón parecía no tener límites. La amargura se acentuó cuando supo por qué estaba ahí, con el pocillo de café entre las manos (su pulso había perdido firmeza en los últimos años); necesitaba hablar con Amelia, comentar lo que lo preocupaba. Y en cierta manera, esa necesidad la volvía a poner en el papel de Lady Macbeth.
-Si lo que te dijo Metco es cierto desordenará toda tu proyección. -dijo Amelia luego de escucharlo con atención mientras dejaba el pocillo sobre la mesa ratona.
-Estuve en la encrucijada.
-¿Y confirmaste lo que te dijo?
-No.
-Tal vez Metco mintió.
-Quisiera creerlo.
Amelia lo observó en silencio: está viejo, viejo y vencido. Siempre me necesitó aunque nunca se atrevió a admitirlo. Y ahora tengo la oportunidad de demostrar mi poder sin límites, entonces ¿por qué me siento tan vacía?-¿Qué vas a hacer entonces?
-Intentaré ubicar la información en los archivos...
-¿Y si no la encontrás pero es cierta? Tendrás que pactar con Metco...
-Ese hijo de puta va a salir ganando de nuevo...
-Bueno, al menos podés pensar que tal vez sea su último triunfo...
Alsinoff sonrió abatido-Tal vez, sí, tal vez... bueno, gracias por escucharme, chau-se puso de pie y caminó hacia la puerta.
-Victor.
-¿Qué?
-Cuidate.
-Gracias, lo haré.
Mientras el auto dejaba la casa atrás, Alsinoff notó que era la primera vez que Amelia daba muestras de cierta preocupación afectiva por él desde el suicidio de su hijo único, quince años atrás.
La forma en que Gonzalo había decidido matarse había impedido que su cadáver pudiera ser utilizado para el ritual: se había arrojado con su auto deportivo siguiendo derecho en una de las curvas más cerradas de la costanera sobre el acantilado. La caída de setenta metros había transformado a conductor y vehículo en una masa indiferenciada de metal, cristal y carne; Alsinoff había dirigido personalmente las operaciones de los bomberos para que rescataran la mayor parte de lo que había sido su hijo. El dolor casi lo había enloquecido, aunque nadie lo supo o apenas lo sospechó; al cabo, se sintió fortalecido en su voluntad de poder.
-El teléfono de emergencias, señor.
-¿Qué?
-Está llamando el teléfono de emergencias

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