sábado, 9 de febrero de 2008

17.

Documento VII

“(…)¿Cómo se construye el futuro? No puedo olvidar el texto de Arregoitía, su densidad dramática pero fundamentalmente su clarividencia. ¿Cómo se enteró de las cuestiones que han comenzado a discutirse en las sesiones secretas del Consejo? Sé que no tuvo ningún contacto con los agentes del estado; no puedo ignorarlo porque desde hace más de tres años monitoreo su vigilancia. La cuestión que me atormenta es no poder recordar si la idea del canibalismo ritual apareció en el Consejo antes o después del estreno de “La herencia de Saturno”. Sería paradójico que Arregoitía, en su afán por construir una moral opuesta a la que rige en Malabrigo, haya planteado una opción para que nuestro poder se reproduzca y perdure. (…)
Del diario de Eduardo Metco, 20 de Noviembre de 1962.

Eduardo sabe que la traición es intrínseca a su vida, el doble juego está en sus genes y recuerda, con retorcido deleite, el papel que su padre jugó en el exterminio de las tropas de Malabrigo para terminar con la guerra. Baja el vidrio de la ventanilla apretando la tecla junto a la palanca de cambio, necesita aspirar con fuerza el aire de la tardía noche, no se niega a admitir que tiene miedo y que parte de ese miedo lo genera el hombre que viaja en el asiento trasero custodiado por los travestis que también han comenzado a temerle. Sonríe para sí y vuelve a preguntarse con sorpresa cómo pueden confiar en él los idiotas del Consejo y los infelices a los que ha prometido la liberación definitiva. Fe, necesidad de creer es la única explicación posible; conoce el sentimiento, lo tuvo alguna vez y tal vez lo siga experimentando, no es tan ciego como para no admitir que sus acciones están orientadas por el logro de una finalidad, aún cuando no en claro cual.
El sonido de las cubiertas rodando, la respiración ruidosa del chofer, el silencio ostensible de Tomás. Eduardo se vuelve y lo observa: el muchacho esta ensimismado e inmóvil, como si escuchara una voz interior. Lo mira y sonríe en silencio, Eduardo siente que un escalofrío le recorre la espina dorsal y el vello de la nuca se le eriza; se odia por sentir ese miedo que es tan cercano al pánico. Hace un esfuerzo, consigue sonreír y vuelve la vista hacia delante. Se dice que el miedo es perfectamente lógico, al fin y al cabo está a punto de cambiar drásticamente la historia de Malabrigo. Recuerda un atardecer de invierno: la reunión en el estudio de su padre se ha demorado más de lo habitual y él, apenas un chico de once años, recorre en silencio el largo pasillo que ya ha comenzado a oscurecerse por las sombras crepusculares y se acerca a la puerta entornada. Jamás ha intentado escuchar las conversaciones de los mayores (es demasiado educado para eso) pero está ansioso por concluir la partida de ajedrez con su padre y quiere saber si la reunión está por terminar. Se detiene a dos pasos de la puerta y escucha: su padre dice exasperado, como si no fuera la primera vez que hace el planteo, que hay que terminar de inmediato con la guerra y eso sólo logrará compensando a Azuria por sus bajas, es la condición dolorosa pero imprescindible, la única forma de que las potencias centrales reanuden las inversiones y el financiamiento. Una voz exaltada le responde que eso es lisa y llanamente traición, una condena a muerte para hombres que han dado todo por el triunfo de la patria. Hay un silencio que sólo es perturbado por carraspeos, pasos y movimientos de sillas; luego su padre con voz grave y firme dice que ,efectivamente, su proposición puede verse como una traición y una condena a muerte pero sólo si permanecen sujetos a una visión estrecha y coyuntural que como dirigentes del país no pueden mantener si tienen algún respeto por los deberes que hacia la nación han contraído. Eduardo se siente orgulloso y avergonzado y, confundido, decide alejarse del estudio; a la mañana siguiente se entera de que el ejército de Malabrigo ha sufrido una derrota aplastante en su avance hacia la capital azuria y las conversaciones de paz son inminentes, un sentimiento de amor y orgullo lo invaden con plenitud. Y decide entonces que él también, a su tiempo, asumirá la responsabilidad de dirigir los destinos de Malabrigo para conducirla a su destino de grandeza. Decisión que mantendrá sin fisuras durante los próximos cincuenta años y que, entre otras cosas, lo llevará a enfrentar dolorosamente a su mentor en una discusión violenta y amarga que precedió apenas en unos días a su muerte y de la que probablemente haya sido causa inmediata. Eduardo había visto a su padre como un ser gastado y enclenque, un despojo miserable del gran dirigente que había enviado cientos de hombres a la muerte con la convicción profunda de estar haciendo lo que la patria exigía.
El arrepentimiento y la desesperación de su padre le habían parecido canallescos, muy probablemente (y ,ahora, viajando en un taxi que podía estar llevándolo a su destino final) porque cuestionaban en profundidad los valores que había hecho suyos. El viejo se había negado enfáticamente a la instauración de la antropofagia selectiva como instrumento para la construcción de máscaras definitivas alegando que no era nada más que un episodio de la continua fuga hacia el futuro que se ejercía desde los orígenes en Malabrigo.
De esta forma, su padre había traicionado de nuevo, lo doloroso fue que esta última defección había sido dirigida a él.
El taxi se detuvo en un callejón detrás de un edificio moderno de gran tamaño, el lugar estaba desierto y había una puerta entreabierta de la que salía una luz mortecina que la niebla estrangulaba; antes de ordenar a los travestis que bajaran a Tomás, se volvió hacia él y lo observo en silencio. Tomás le sostuvo la mirada imperturbable, con una calma que era difícil de comprender dada la situación en la que se encontraba; claro, siempre y cuando uno no estuviera atento a la presencia de la anormalidad. Y entonces se produjo una ruptura y Eduardo ya no tuvo frente a sí a Tomás sino a su abuelo Pablo Arregoitía y mantenían una conversación que había tenido lugar treinta años antes.
Pablo se acomodó en el sillón de cuero y observó con atención los detalles decorativos de la sala, el Kandinsky, el Pollok y una diminuta escultura que supuso de Picasso sobre una mesita de ébano e hizo un gesto de exagerada admiración. Luego se inclinó sobre la mesa ratona, abrió la caja de puros, tomó uno y lo olió-Hmm, cubanos y de los buenos, pensé que Malabrigo adhería con entusiasmo al bloqueo.
-Formalmente, con entusiasmo formal.
-Supongo que el Departamento de Estado no desconoce estas negociaciones…
-Claro que no, pero sabe que nuestra lealtad es firme.
-¿Nuestra?
-La de Malabrigo.
-Ah, claro –admitió Pablo mientras encendía el cigarro con breves chupadas.
-Podés servirte si querés.
-Pensé que eran bienes del estado y en un país tan pujante.
-No, no son del estado, pero adelante, puedo darme el gusto…
-Siempre supe que ibas a hacer una carrera brillante…
Eduardo sabía que Pablo lo detestaba con frialdad, sin molestarse demasiado en exhibirlo ni ocultarlo, como si no tuviera mayor relevancia.
-¿Y qué te llevó a pensar eso?
-Tu inclinación temprana a acatar las normas y a mejorarlas…
-Puede ser que tu percepción haya estado agudizada por el contraste…
-¿Te das cuenta de que como confirmás mi percepción?
Eduardo sintió que había caído como un imbécil de nuevo en la trampa y tuvo que esforzarse para no mostrarse agresivo.
Pablo chupó el cigarro, saboreó con deleite el humo y lo liberó despacio viendo como se elevaba en el aire quieto del estudio, luego dijo-No es difícil imaginar tus acciones, siempre fuiste una persona clara, diría previsible si no lo tomaras como algo insultante.
-No, de ninguna manera, ¿podrías decirme cómo es la imagen que tengo de vos?
-Un tipo indisciplinado, con hábitos perjudiciales, incapaz de entender el concepto de disciplina.
-Bien, bien, estuviste bastante acertado, ¿puedo conocer los fundamentos de tu inferencia?
-Es fácil, vos estás regido obsesivamente por un principio básico, tendrías que hacer alguna consulta alguna vez…
-¿Y cuál ese principio?-preguntó Eduardo intentando parecer irónico y superado.
-Control, te aterroriza todo lo que no podés encuadrar en un marco bien definido.
-¿No exagerás un poco?
-¿Para qué me convocaste, entonces?
-La convocatoria no ha sido personal pero pensé que este ámbito era el más apropiado…
-Te escucho.
Eduardo se sentó frente a Pablo, tomo un cigarro de la caja y lo retuvo entre los dedos índice y medio de la mano derecha, y lo apuntó hacia Pablo.-El asunto es tu obra…
-Por ay cantaba Garay.
-La cuestión es grave, a pesar de tu incapacidad infantil para admitirlo; no podemos admitir que continúen las representaciones…
-Ah, ¿no?, ¿y se puede saber por qué?
-Si no lo sabés es mejor que no enteres. –explicó Eduardo disfrutando el momento, tanto que hasta se atrevió a encender el puro.
-Así será, entonces… ya encontrarán otra forma –aceptó con tranquilidad Pablo y se puso de pie dispuesto a dejar el lugar.
-¿Quiénes encontrarán?
-Te cito: “Si no lo sabés es mejor que no te enteres”, aunque es una cita falsa, sé muy bien en qué estás metido.
-Podría obligarte.
-Estoy seguro, podés intentarlo…
Eduardo se encontró de nuevo frente a Tomás, treinta años después y oye-La herencia de Saturno, claro, mi abuelo sabía hacia donde se dirigía Malabrigo y no lo calló.
-De una forma muy vaga…
-Lo suficientemente clara como para que fuera prohibida la obra…
Eduardo se esforzó por sonreír y ordenó a los travestis que bajaran a Tomás del auto.

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