sábado, 2 de febrero de 2008

9.

-Señor Durrell, ¿Tomás Durrell?
Interrumpió la lectura y vio a dos hombres parados junto a su mesa.
-Soy yo.
Uno de los hombres sacó un porta documentos del bolsillo interior del saco, lo abrió y lo extendió para que lo viera: Agente Humberto Gnecco, Departamento de Rentas del Estado, República de Malabrigo. Una foto complementaba la información. Tomás le devolvió el porta documentos y Gnecco dijo-El es el agente Tozzi..
-Y bien…
-Sabemos que ayer hizo una operación inmobiliaria… -dijo Gnecco.
-Así es, vendí una casa que mi madre heredó de sus padres.
- En ese caso deberá acompañarnos hasta nuestra oficina.
-¿Por qué motivo?
-Sospechamos que ha evadido aportes fiscales.
Tomás trató de conservar la calma y comenzó-Vea agente…
-Gnecco.
-Vea, agente Gnecco, como usted ya sabrá, soy extranjero, esto no es excusa para desconocer la legislación de Malabrigo, claro, pero confié en el que el titular de la inmobiliaria completara todos los procedimientos que la legislación de este país exige.
-Parece que no ha sido así, por esa razón y para que el asunto quede completamente esclarecido le sugerimos que nos acompañe.
-Los sigo entonces. –dijo luego de considerar que la situación no era propicia para ejercer una resistencia ostensible.
-Lamentamos haber interrumpido su lectura. –dijo Gnecco señalando con la vista el cuaderno abierto sobre la mesa.
-Continuaré en otro momento, no tengo apuro. –respondió Tomás, guardó el cuaderno en el sobre, tomó el sobre y se puso de pie.
Caminaron hasta la calle y se detuvieron frente a un auto azul estacionado frente a la entrada; Gnecco abrió la puerta trasera derecha y lo invitó a subir como un chofer solícito.
El agente Tozzi manejó con eficiencia y seguridad, a Tomás no le sorprendió descubrir que utilizaba un audífono o un artefacto que se le parecía sobremanera.
Se detuvieron frente a un edificio de dos plantas que en su frontis tenía un gran escudo nacional y se anunciaba con letras en relieve pintadas en negro: Ministerio de Economía de la Nación. Gnecco lo guió al interior del edificio, Tozzi permaneció en el auto.
Entraron en una oficina iluminada con tubos fluorescentes, había un escritorio de madera oscura al que estaban sentados un hombre obeso, de pelo cortado al rape y rostro rojizo, vestido con un traje gris; y un hombre delgado y pequeño, con el aspecto de un gorrión desnutrido, que vestía un traje ocre.
El agente Gnecco hizo las presentaciones y, casi de inmediato, el hombre pequeño que se llamaba Iriarte y era un empleado de la inmobiliaria, comenzó a disculparse con entusiasmo por el imperdonable error administrativo que se había deslizado. Su actitud compungida era tan intensa que a Tomás le pareció sobreactuada; la falta era meramente burocrática: el martillero había hecho los aportes fiscales y había omitido hacerle firmar los documentos correspondientes.
El hombre gordo, que se llamaba Gálvez, y era el jefe de la repartición, explicó-Sólo necesitamos que firme estas planillas. –y le extendió a Tomás una carpeta.
Tomás se demoró un momento en la lectura, firmó y devolvió los documentos.
-Muchas gracias. –dijo Gálvez y prosiguió-Discúlpenos la molestia, pero la política fiscal de nuestro país es muy severa y forzosamente necesaria, es la única forma en que podemos financiar nuestra infraestructura. Desde ya muchas gracias y tenga una agradable estadía en nuestro país y espero que no lo hayamos demorado demasiado en su trabajo. –concluyó mirando el sobre que Tomás tenía bajo el antebrazo.
-No, para nada.
-De nuevo muchas gracias y si así lo dispone podemos llevarlo de vuelta a su hotel o al lugar que usted nos indique.
-Le agradezco pero prefiero caminar, necesito hacer un poco de ejercicio –respondió tratando de ocultar la inquietud que lo dominaba. El argumento para trasladarlo hasta allí había sido endeble, la demostración de poder demasiado ostensible.
Se despidió y salió a la calle, caminó unas cuadras, atravesó una plaza y entró en un café. Se sentó en una mesa junto a la ventana y casi de inmediato acudió una camarera; poco más que una adolescente, vestida con una camisa blanca y una breve pollera azul que sonrió con simpatía y le preguntó qué iba a tomar. Pidió un cortado, la chica le preguntó si quería leer los diarios y aceptó.
Mientras esperaba el café hojeó un diario y notó que estaba incompleto, repitió el procedimiento con los otros dos y obtuvo el mismo resultado; cuando la chica volvió le preguntó si en alguno de los diarios de Malabrigo había una sección de noticias policiales.
-No sé, nunca los leo. –respondió la chica con una sonrisa, entonces Tomás notó el fino cable en el cuello de la camisa. La llamaron desde otra mesa, pidió disculpas y se alejó.






Documento III

“(…) Cuando se planteó la cuestión de fondo hubo en el Concejo una discusión que se extendió durante semanas, y en alguna de esas agotadoras sesiones, alguien (no se ha registrado su nombre) propuso la confección de máscaras. Citó a Hesíodo, a Coleridge, y de alguna forma llegó a los hititas; habló de Hatti, la capital erigida en un promontorio como nido de águilas, de sus feroces reyes guerreros Mursil y Hattusil y de su habilidad inaudita para la literatura y para la guerra, y también habló, claro, de las máscaras. Las máscaras como contención y como norma, como exhibición y ocultamiento, como forjadoras de la humanidad plena.
En ese momento, por primera vez, logró captar con plenitud la atención de los asistentes y prosiguió con tono didáctico que las máscaras nos harían ser los que quisiéramos ser con la consiguiente anulación efectiva de la anormalidad(…)”

Fragmento apócrifo del Acta de Refundación, Malabrigo, 1962.

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