viernes, 1 de febrero de 2008

8.

Caminó hasta el hotel y cuando pidió la llave de su habitación el recepcionista le informó que le habían enviado correspondencia. Era un sobre tamaño carta de papel ocre dirigido con claridad a él (su nombre aparecía correctamente escrito así como su número de habitación), no tenía remitente y había sido entregado por el correo oficial.
Fue al bar y se sentó en una mesa junto a una de las ventanas, dejó el sobre encima de la mesa pero no lo abrió. Pidió un Martini y mientras lo esperaba se dedicó a observar a los parroquianos: había cuatro hombres que no llegaban a los cuarenta que discutían y se mostraban mutuamente planillas y gráficos mientras bebían whisky, llevaban trajes oscuros y el pelo engominado y corto. A Tomás le llamó la atención que dos de ellos utilizaran audífonos, y más aún cuando percibió que la mujer de la pareja situada más allá también utilizaba uno. ¿Epidemia de suicidios y sordera?, se preguntó irónico tratando de infundirse valor.
El mozo trajo la bebida, agradeció y tomó un trago luego abrió el sobre: encontró una nota y un cuaderno negro de tapas de hule. La nota estaba escrita en tinta negra con caracteres grandes y pulso no demasiado firme: “Bienvenido a Malabrigo, el lugar prolijo de las tumbas tempranas. Todo conocimiento tiene su precio pero dudo que te imaginés el que tendrás que pagar para conocer la verdad sobre tu abuelo. Te envío una herramienta que te puede ser útil si te animás a iniciar el camino.” No había firma. Abrió el cuaderno, la primera página estaba en blanco y el papel amarillento, pasó a la siguiente y leyó.

“Destruí los apuntes anteriores, pensé que no eran más que muestras de mi particular neurosis, únicamente útiles para librarme de la eventualidad de un brote psicótico (pavada de utilidad, ¿eh?). La sensibilidad del artista es un evidente lugar común. El problema es lo que hago yo con la mía. Me dije que mi sensibilidad enfermiza había generado una recurrente (aunque no crónica) percepción errónea de fenómenos físicos y no se había limitado a crear esas falsas percepciones ya que también las había ordenado en un discurso causal. Más o menos el procedimiento que utilizo para escribir, con la salvedad evidente de que cuando me dedico a la tarea literaria no adjudico una realidad objetiva al resultado de dicha tarea más allá de su validez simbólica, claro.
La racionalización anterior me sirvió por un tiempo hasta que la anomalía, alucinación o lo que sea reapareció con una potencia que me animaría a calificar de fundacional si no temiera al dramatismo un tanto cursi de la épica. Aunque sé que la anomalía, si es tal, tiene un carácter colectivo y se filtra como entre grietas a través de toda la historia de Malabrigo.
Mi primer contacto fue a los diecisiete años; pensaba entonces escribir una obra que tomara elementos de la historia de Malabrigo y planteara una reflexión sobre el poder. Comencé a investigar sobre la historia del país y me sorprendió encontrar episodios que se trataban en forma oblicua o eran dejados de lado luego de una explicación insuficiente; consulté con profesores de Historia e investigadores y todos me dijeron más o menos lo mismo, que eso ocurría con la Historia de todos los países del mundo y que dependía de la extracción social, cultural e ideológica de los que la habían escrito. Uno de ellos me recomendó especialmente que tratara de evitar el prejuicio de la excepcionalidad nacional si quería escribir una obra consistente.
Un poco decepcionado tracé un esquema de acción y comencé a esbozar el carácter de los personajes; una mañana, aburrido del encierro, decidí visitar uno de los lugares donde tenía pensado desarrollar la acción dramática y fui a los restos de la antigua torre de guardia.
En los primeros minutos la visita fue más bien decepcionante; caminé entre rocas pintadas con leyendas tan interesantes como “Pedro y Ana se aman”, “Cacho estuvo aquí”, dificultosos dibujos de corazones flechados y algo de pornografía. Entre los fragmentos de roca crecían yuyos y flores silvestres, también había pedazos de madera quemados o podridos.
Me senté en una roca de frente al mar; el lugar estaba sobre un promontorio y dominaba toda la bahía, la fortaleza había sido emplazada allí como punto de observación y de última resistencia ante los ataques piratas. Pude ver los barcos amarrados, los que navegaban desde o hacia el Océano, el puente ferroviario que atraviesa en arco los dos ríos que desembocan en la bahía y la cinta gris de la avenida costanera que se extiende hasta el borde de los acantilados, pasa perpendicular al puerto y se bifurca y desciende con suavidad hasta la playa. Me pregunté por qué el gobierno, siempre tan interesado en engrosar sus arcas, no había desarrollado ese lugar como punto panorámico para atraer turistas. Encendí un cigarrillo y entonces ocurrió.
Mi conciencia se fragmentó en percepciones múltiples sin orden inteligible, fui un caos de voces e imágenes; el temor que sentí fue superado por la pena. Fui un dolor punzante que me impedía respirar y aceleraba mi ritmo cardíaco, una pérdida sin nombre, como la que se siente cuando se emerge de un sueño con lágrimas en los ojos; el reclamo desesperado de un alivio inalcanzable.
Me encontré en un sendero de grava al pie de la torre; oí el sonido de lo que creía distinguir como un cuerno de guerra y vi un objeto que se destacaba entre los arbustos que rodeaban la base de la fortificación; caminé hasta el lugar y lo tomé. Era una máscara blanca, con una expresión difusa hecha en un material que no pude definir; no bien la tuve entre mis manos volví a estar sentado en la roca frente al mar, entre las ruinas. (…)”

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